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domingo, 28 de noviembre de 2010

APUNTES SOBRE LA MILITANCIA

El 17 de noviembre se conmemoró el Día de la Militancia, que recuerda el regreso a la Argentina de Juan Domingo Perón (1895-1974) en 1972, luego de un exilio de 18 años. En ese marco, el gobernador de la provincia de La Rioja, Luis Beder Herrera (n. 1951), afirmó que "el militante tiene que ser idealista, persistente, algo loco (...) creer en ideales, como lo hizo Néstor Kirchner, que fue uno de los últimos militantes y lo pudimos palpar, lo pudimos ver." (1). Lo curioso del caso es que estas referencias al idealismo y a la "locura" del militante fueron realizados en China, donde el gobernador se hallaba procurando la concreción de inversiones mineras. Hay que recordar que China, lugar desde donde Beder Herrera resaltó el idealismo del militante, es uno de los países del mundo donde los trabajadores son más explotados. Hay que recordar también que el propósito del viaje del gobernador al país desde donde exaltó la "locura" del militante, fue atraer a a empresas mineras para invertir en Argentina; hay que recordar, por último, que las empresas mineras se caracterizan por su escasa preocupación por la seguridad de los trabajadores y por los daños que provocan al medio ambiente.

A primera vista, la conjunción del elogio al idealismo del militante y de la seducción a las empresas mineras chinas parece una mezcla difícil de comprender. Es cierto que puede recurrirse a la noción de realpolitik y clausurar con ello la cuestión; en otras palabras, la política es una actividad sucia y los políticos tienen que manejarse con un alto grado de hipocresía. Sin embargo, creo que el comentario de Beder Herrera merece un análisis más cuidadoso, pues expresa de manera casi caricaturesca una concepción acerca de la militancia política muy difundida en nuestra época.

En los últimos años (sobre todo a partir de la derrota del gobierno de Cristina Fernández frente a la burguesía agraria en 2008), desde el espacio político al que podemos denominar genéricamente como kirchnerismo, se ha impulsado una revalorización de la militancia política. Esta valorización alcanzó su pico con la muerte de Néstor Kirchner (1950-2010); desde distintos medios, y a través de declaraciones de funcionarios y de dirigentes políticos, y de artículos de muchos intelectuales, la condición de militante, ligada cada vez más a la condición de joven, se convirtió en sinónimo de acción abnegada por la transformación de la Argentina.

En principio, la revalorización del militante político es un hecho positivo. Hay que tener presente que en la década del '90, auge del neoliberalismo mediante, la práctica política de los partidos mayoritarios estuvo a cargo, en buena medida, de la figura del "operador político", es decir, de alguien que ponía en primer lugar las "relaciones" y la negociación en las cúpulas, relegando el contacto cotidiano con las bases. Sin embargo, hay que decir también que la militancia, entendida en el sentido "antiguo", se mantuvo viva en los partidos de izquierda y en las distintas organizaciones populares que enfrentaron las políticas neoliberales. En todo caso, habría que señalar que la revalorización mencionada se da, sobre todo, en el seno del peronismo y, para ser más precisos, en las distintas corrientes que constituyen el denominado kirchnerismo.

La revalorización de la militancia va de la mano con el rescate de valores tales como el idealismo, el compromiso y la pasión. Belder Herrera, inclusive, incluye a la "locura" como un valor más del militante. La militancia es concebida como una actividad comprometida con la sociedad, y el militante aparece como el arquetipo del desinterés personal. De ningún modo vamos a negar que es preferible el compromiso al desinterés, ni tampoco vamos a poner en duda que esta revalorización del compromiso resulta un cambio saludable frente al individualismo imperante en los años neoliberales. Pero también es cierto que la cuestión tienen que ser puesta en perspectiva.

La militancia como compromiso no es patrimonio exclusivo del peronismo, ni de las agrupaciones de izquierda, ni de los sectores populares en su conjunto. Desde el punto de vista del compromiso es tan militante un nacionalista católico como un adherente del PO o un miembro de la Cámpora. Además, y esto ya lo había planteado en el párrafo anterior, el compromiso militante (entendido como tarea en favor de la transformación de la sociedad) se mantuvo vigente tanto en las agrupaciones de izquierda como en las organizaciones populares. De modo que el compromiso no puede ser el único criterio para valorar positivamente a la militancia, ni cabe transformarlo en un valor en sí mismo en política.

A mi entender, la caracterización política de la militancia tiene que derivarse del contenido político de esa militancia, más que de la abnegación o del compromiso de los militantes. Dicho en otros términos, el criterio para valorar la militancia está dado por los objetivos que se propone la l militancia y por los enemigos contra los que combate (siempre se hace política en favor de un proyecto y en contra de determinados sectores sociales). Al decir esto no estoy afirmando nada nuevo. Sin embargo, el individualismo y la desmovilización generados por el neoliberalismo, y el auge del discurso del "consenso", han oscurecido de manera notable la conciencia política. De manera que es preciso recordar cosas que fueron dichas hasta el cansancio.

Para poder apreciar en su justo valor esta revalorización de la militancia, es preciso, pues, tener en cuenta el proyecto que defienden y los enemigos que combaten. Para poder llevar a cabo esta tarea hay que empezar primero por delimitar la militancia que es revalorizada. Como señalé más arriba, la mencionada revalorización se relaciona con el peronismo, pues la tradición de militancia no se había cortado ni en las agrupaciones de izquierda ni en las otras organizaciones populares. El peronismo es el sujeto de este "revival"de la militancia. Esto no es casualidad, pues fue justamente el peronismo el partido que más experimentó los efectos del neoliberalismo (y que parió, para decirlo literalmente, al principal exponente político del neoliberalismo en Argentina, el inefable Carlos Saúl Menem). Hilando todavía más fino, hay que decir que la revalorización de la militancia comenzó a verificarse a partir del conflicto en torno a la Resolución 125 en 2008. En ese momento, Néstor Kirchner comprendió que era necesario contar con una militancia propia en las calles para enfrentar la ofensiva destituyente de los agrarios. Al mismo tiempo, muchos militantes y simpatizantes de corrientes de izquierda se acercaron progresivamente al kirchnerismo a partir del conflicto de la 125.

Ahora bien, al momento definir el proyecto que encarna esta nueva militancia tenemos que establecer la diferencia entre las intenciones declaradas y las realidades concretadas. A esta cuestión voy a dedicarle una serie de notas en este espacio. Pero, para enmarcar la discusión, quiero comenzar por plantear una cuestión que ha quedado sepultada debajo de las apelaciones a los sentimientos y a la "mística" de la militancia. Aquí, otra vez Beder Herrera nos sirve de disparador de ideas. Cuando el gobernador de La Rioja elogia el idealismo y la "locura" de la militancia y, a la vez, negocia inversiones mineras en China, hace una confesión involuntaria acerca de las limitaciones del modelo de la nueva militancia. Para ilustrar esta cuestión hay que recurrir a un ejemplo de la primera historia del movimiento peronista. En marzo de 1955, el líder de los empresarios, José Ber Gelbard (1917-1997), criticó la posición que "asumen en muchas empresas las comisiones internas que alteraron el concepto de que es misión del obrero dar un día de trabajo honesto por una paga justa (...) tampoco es aceptable que por ningún motivo el delegado obrero toque el silbato en una fábrica y la paralice." (2). En 1955 Argentina no había perdido, por cierto, su carácter de economía capitalista, pero los trabajadores miraban a los empresarios sin agachar la cabeza. En 2010 los trabajadores, y esto es más grave en el caso de los tercerizados y de quienes trabajan "en negro", se ven obligados a agachar la cabeza frente a los empresarios. Beder Herrera comprende perfectamente esta nueva realidad y por eso combina el elogio a la militancia con la seducción al capital. Su idealismo y su "locura" no implican una impugnación al "derecho" del capital a oprimir a os trabajadores.

Nuestra sociedad se caracteriza, entre otras cosas, por la desigualdad en la distribución del poder. Esta desigualdad se articula en torno a la desigualdad entre empresarios y trabajadores en la fábrica, en la oficina, en el comercio, etc. Como es sabido, la mayoría de las personas pasan la mayor parte de sus vidas en dichos lugares, trabajando para ganarse la vida. En consecuencia, la mayoría de las personas pasan la mayor parte de sus vidas sometidos a la autoridad de los empresarios y de los patrones. Esto significa que pasan sus vidas aprendiendo el sometimiento y acostumbrándose a las pequeñas humillaciones cotidianas, siempre temerosas de perder su trabajo. ¿Cómo es posible la autonomía y la libertad de las personas en estas condiciones? De la respuesta que se dé a esta pregunta depende, en última instancia, la caracterización política de la nueva militancia.

Domingo 28 de noviembre de 2010

PS: Con posterioridad a la redacción de la nota llegó la noticia de que la gestión de Beder Herrera había sido exitosa. Finalmente, consiguió las inversiones mineras que estaba buscando (Ver Clarín, edición digital: http://www.ieco.clarin.com/economia/China-buscara-oro-Rioja_0_190800010.html). Creo que esto no hace más que reforzar lo expuesto en el texto de la nota.

NOTAS:

(1) Declaraciones publicadas en EL ARGENTINO, 18 de noviembre de 2010, p. 3.
(2) La cita transcribe declaraciones de Gelbard en el Congreso de la Productividad, celebrado durante el 2º gobierno de Perón, en marzo de 1955. La reproduce el historiador inglés Daniel James en la página 86 de su obra Resistencia e integración. Poseo la siguiente edición: James, Daniel. (2005). Resistencia e integración: El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976. Buenos Aires: Siglo XXI Editores Argentina.

martes, 16 de noviembre de 2010

GIROUX Y LA TEORÍA DEL CURRICULUM OCULTO (1)

Estas notas tienen como base un artículo redactado por Henry Giroux (n. 1943) y Anthony Penna , "Educación social en el aula: La dinámica del curriculum oculto" (1979) (1)

Dada la riqueza de temas abordados en el artículo, y por razones de espacio, hemos resuelto concentrarnos en algunas cuestiones que consideramos fundamentales para comprender la naturaleza política de la institución escolar. Así, el eje de estas reflexiones es el concepto de curriculum oculto, en tanto elemento que permite comprender tanto los mecanismos por medio de los cuales la escuela reproduce el statu quo, como también las formas en que las ideologías alternativas se abren paso en la institución escolar. Luego de explicar el concepto de curriculum oculto, abordaremos el análisis que hacen Giroux y Penna de las tradiciones en la teoría educativa. Finalmente, llevaremos adelante un examen de las propuestas que plantean los autores para construir una escuela democrática y transformadora.

Para entender en toda su dimensión el significado del concepto de curriculum oculto es conveniente empezar por esbozar la situación a la que se intentó dar respuesta con la formulación de dicha noción. Para la Pedagogía Tradicional, dominante en la teoría educativa hasta la década de 1960, el curriculum estaba constituido por los programas y los contenidos establecidos explícitamente por las autoridades correspondientes. Este curriculum formal genera la ilusión de que "la enseñanza escolar puede definirse como la suma de las ofertas de sus cursos oficiales" (p. 63). De ahí la ilusión inversa de los reformadores progresistas de la educación, para quienes la reforma de la escuela debe darse a través de la modificación del curriculum formal de cada asignatura. Sin embargo, los intentos de reforma de la educación en EE. UU. a finales de la década de 1960 mostraron que, aunque los contenidos de las materia habían variado, la escuela seguía siendo tan conservadora como antes.

Los fracasos de las reformas llevaron a los pedagogos a preguntarse por las causas del conservadurismo de la institución escolar. De hecho, la década de 1970 fue fértil en el campo de la pedagogía y de la teoría de la educación, surgiendo varias alternativas a la Pedagogía Tradicional (luego examinaremos brevemente algunas de estas posiciones). La categoría de curriculum oculto fue producto de esa efervescencia teórica.

¿Qué es el curriculum oculto? Frente al curriculum oficial (o formal), que está conformado por "los objetivos explícitos cognitivos y afectivos de la instrucción formal" (p. 65), el curriculum oculto se encuentra constituido por "las normas, valores, y creencias no afirmadas explícitamente que se transmiten a los estudiantes a través de las estructuras subyacentes tanto del contenido formal como de las relaciones de la vida escolar y del aula" (p. 65). En otras palabras, la escuela es mucho más que los contenidos formales de cada asignatura y las herramientas didácticas empleadas por los maestros y profesores para transmitir dichos contenidos. La teoría del curriculum oculto concibe a la institución escolar como un ámbito complejo de relaciones sociales, inmerso a la vez en un universo más amplio, cuyo conocimiento es también importante para comprender los mecanismos de producción y transmisión de conocimiento en el ámbito escolar.

Para los teóricos del curriculum oculto, las principales enseñanzas de la escuela no consisten en los contenidos explícitos de los programas de las materias. Así, "que los estudiantes aprenden algo más que habilidades cognitivas, lo muestra con más detalles el análisis de [Basil] Bernstein, que concentra su atención en algunos rasgos de la naturaleza política de la enseñanza escolar. El análisis en cuestión sostiene que los estudiantes aprenden valores y normas destinadas a producir «buenos» trabajadores. Los estudiantes interiorizan valores que acentúan el respeto a la autoridad, la puntualidad, la limpieza, la docilidad y la conformidad. Lo que los estudiantes aprenden del contenido formalmente sancionado del curriculum es mucho menos importante que lo que aprenden de los supuestos ideológicos encarnados en los tres sistemas ideológicos encarnados en los tres sistemas comunicativos de la escuela: el sistema curricular, el sistema de estilos pedagógicos de controles de clase, y el sistema evaluativo." (p. 72).

Como puede observarse de lo expuesto en el párrafo anterior, la teoría del curriculum oculto implica necesariamente una concepción política de la escuela. Decir concepción política significa tanto que la escuela juega un papel relevante (junto a otras instituciones ligadas a ella, como la familia, por ejemplo) en la producción y reproducción de las relaciones sociales de poder existentes, como también en la puesta en cuestión de dichas relaciones sociales y en la generación de alternativas. En vez de una institución "apolítica", al estilo de la imagen propagada por la Pedagogía Tradicional, o del mecanismo reproductor pregonado por los partidario de un marxismo mecánico y abstracto, la escuela es concebida como un campo de lucha. Esto permite entender la importancia de la teoría del curriculum oculto para desnaturalizar las visiones estándar del funcionamiento de la escuela.

Giroux y Penna realizan una breve descripción de las principales teorías que se plantearon como alternativas a la Pedagogía Tradicional. Estas son: a) el estructural-funcionalismo; b) la fenomenología; c) la crítica radical, asociada generalmente al análisis neomarxista de la teoría y la prácticas educativas. Los autores hacen una presentación de cada una de ellas, enfatizando las limitaciones de las mismas.

La corriente estructural-funcionalista tiene como mérito principal el postular que la escuela no es una institución aislada de la sociedad, sino que su funcionamiento cobra sentido en un marco social general, el cual proporciona la línea a las instituciones escolares. El estructural-funcionalismo "se interesa ante todo por el problema de cómo se transmiten las normas y los valores sociales en el contexto de las escuelas. Apoyándose en un modelo básicamente sociológico positivista, este enfoque ha puesto de relieve cómo las escuelas socializan a los estudiantes en la aceptación incuestionable de un conjunto de creencias, reglas y disposiciones como algo fundamental para el funcionamiento de la sociedad en general." (p. 66). Este enfoque, sostenido entre otros sociólogo, por Talcott Parsons (1902-1979), termina con las ilusiones autonómicas de la Pedagogía Tradicional y sostiene que es la sociedad la que pone los objetivos del sistema escolar.

Giroux y Penna afirman que este enfoque adolece de importantes limitaciones: "Rechaza la idea de que el desarrollo se produce a partir del conflicto, y acentúa la importancia del consenso y de la estabilidad más que la del movimiento. Como resultado, este enfoque minusvalora los conceptos de conflicto social e intereses socieconómicos en competencia. Además, representa un punto de vista apolítico que no ve nada problemático en las creencias, valores y estructura socioeconómica característicos de la sociedad norteamericana." (p. 67).

La corriente fenomenológica pone el acento más en el sujeto que en la estructura, accediendo así a una percepción más fina de las interacciones que se producen en el aula. Sus partidarios "presuponen un modelo de socialización en el cual el significado es producto de la interacción. Es decir, el significado viene «dado» por las situaciones, pero también es creado por los estudiantes en sus interacciones dentro del aula. (...) los principios que gobiernan la organización, distribución y evaluación del conocimiento no son absolutos y objetivos; se trata, por el contrario, de constructos sociohistóricos forjados por los seres humanos activos creadores y que no se limitan a existir en el mundo." (p. 67).

La nueva sociología de la educación (en la que los autores incluyen a Young, Keddie, Jenks, Eggleston) , en la que se expresa la corriente fenomenológica, desplazó los estudios sobre el aula desde "un énfasis exclusivo en la conducta institucional a las interacciones de los estudiantes con el lenguaje, las relaciones sociales y las categorías de significado." (p. 67-68). Sin embargo, y a pesar de que esta postura permite una mejor comprensión de los procesos de socialización, pues cubre el papel de los sujetos y las interacciones entre éstos, el enfoque fenomenológico presenta limitaciones que, en un punto, constituyen la contracara del modelo estructural-funcional. Así, la nueva terminología termina cayendo en una variante del idealismo subjetivo, esto es, tiende a inflar el rol del sujeto y a perder de vista las determinaciones sociales de la conducta individual. Para Giroux y Penna, "esta postura fracasa no sólo en su intento de explicar el hecho de que surjan diferentes variedades de significados, conocimiento, experiencias en el aula, sino también a la hora de explicar porqué todas esas variedades logran mantenerse. Al concentrar su interés exclusivamente en el micronivel de la enseñanza, en los estudios de la interacción en el aula, la nueva sociología no consigue aclarar cómo la ordenación sociopolítica influye y constriñe los esfuerzos individuales y colectivos para construir conocimientos y significados. Esta ordenación sociopolítica probablemente desempeña un destacado papel y despliega su influjo en la textura misma de la vida en el aula." (p. 69).

El enfoque estructural-funcionalista carece de la sensibilidad para captar los procesos de interacción social que se dan en el nivel de los sujetos; la fenomenología, a su vez, se pierde en lo individua sin poder percibir el papel que juegan las estructuras sobre los sujetos. En ambos casos se trata, pues, de enfoques abstractos que no pueden aprehender a la escuela como un fenómeno total, que trasciende las limitaciones mismas de la institución escolar.

En la nota siguiente concluiremos el análisis del texto de Giroux y Penna.

Buenos Aires, martes 16 de noviembre de 2010

NOTAS:

(1) Este texto fue publicado originalmente en THEORY AND SOCIAL RESEARCH IN SOCIAL EDUCATION, Nº 7, primavera de 1979, pp. 21-42. Todas las citas están tomadas de la traducción española realizada por Isidro Arias y recogida en la compilación Giroux, Henry. (1997). Los profesores como intelectuales. Madrid: Paidós. (pp. 63-86).

sábado, 13 de noviembre de 2010

LA DICTADURA Y LOS EFECTOS DE LA REPRESIÓN SOBRE LAS FORMAS DE ORGANIZACIÓN POLÍTICA



El artículo que transcribo a continuación fue escrito con Myriam Ford.

Fue publicado en la revista QUÉ HACER. POR EL REARME TEÓRICO DE LA CLASE TRABAJADORA, Nº 1, primavera de 2006, pp. 70-78.

La idea rectora del presente artículo consiste en impulsar el debate en torno a las consecuencias de la dictadura, planteando que no se trata de un mero ejercicio de rescate de la memoria[1], sino de repensar los acontecimientos que marcaron un corte en la historia de nuestro país, cuyas consecuencias siguen vigentes a través de una distribución del poder social que no se ha modificado desde entonces.

En este sentido, el objetivo central es debatir las consecuencias de la represión sobre las formas de organización política. Partimos de caracterizar los objetivos políticos de la última dictadura como un intento de destruir toda forma de organización de los trabajadores, sean estas gremiales, políticas, militares, religiosas, comunitarias, etc., cortando de raíz cualquier tipo de cuestionamiento a las relaciones capitalistas de organización de la producción.

En definitiva, la dictadura militar estableció los límites de la discusión política en Argentina. Estos límites no han sido traspasados desde entonces y se traducen, en el campo de la izquierda, en las actuales experiencias de asambleísmo, autonomismo, horizontalidad, etc. Dichas experiencias se encuentran marcadas, en muchos casos, por el cuestionamiento a la idea misma de organización y, fundamentalmente, por la ausencia de planteos estratégicos dirigidos hacia la toma del poder.

Comenzaremos con los aportes realizados por Rodolfo Walsh (1993) sobre el tema de la organización. A continuación nos referiremos a los efectos de la represión sobre las organizaciones populares. Finalmente, discutiremos algunas características de las nuevas formas de organización política surgidas a partir de la crisis de 2001.

1.

La elección de los textos de Walsh no es casual. Se trata de una serie de escritos redactados por un intelectual militante - protagonista de las experiencias de auge de las luchas populares de las décadas del ’60 y ’70 -, en un momento de profunda derrota de las organizaciones revolucionarias, cuando la perspectiva de la toma del poder se presentaba más lejana que nunca. En este sentido, su obra representa un punto destacado en el desarrollo de la concepción sobre la organización y sus tareas. A la vez, resulta significativa la escasa atención prestada a sus análisis por la dirección de Montoneros, concentrada en una reducción militarista de la política de la cual derivaba un rechazo a cualquier tipo de análisis sobre los cambios en las relaciones de fuerzas que suponía la dictadura en el poder así como a las modificaciones tácticas necesarias para preservar tanto a la organización como a sus militantes.

Para los fines de este artículo, hemos dividido los aportes de Walsh en dos grandes temáticas:

a) En lo coyuntural, desarrolla la situación de repliegue sobre el peronismo por parte de las masas luego del golpe. Analiza, de un lado el error militarista de Montoneros, luego, la necesidad de preservar a las fuerzas populares para la futura lucha por el poder. En este sentido, creemos que el autor apunta al nudo central del problema de la organización en un momento donde la derrota se torna cada vez más clara: la desvinculación de Montoneros con respecto a las organizaciones de la clase trabajadora sobre la base de una concepción triunfalista y militarista. “Naturalmente, si nosotros pensamos que la crisis del capitalismo es definitiva, no nos queda otra propuesta política que no sea el socialismo más o menos inmediato, acolchado en un período de transición, y esta propuesta contribuye a relegar el peronismo al museo. Todos desearíamos que fuera así, pero en la práctica sucede que nuestra teoría ha galopado kilómetros delante de la realidad. Cuando eso ocurre, la vanguardia corre el riesgo de convertirse en patrulla perdida” (Walsh, 1993:157)

b) En lo táctico, propone la organización como factor de preservación de los esfuerzos populares. Para Walsh la organización depende directamente del análisis de la situación concreta y cómo esta varía en función de la situación de avance o de repliegue de las masas, de las relaciones de fuerza en un momento histórico determinado. “La organización para la resistencia difiere en aspectos sustanciales de la organización para la guerra. Esta última es centralizada, homogeneizada a través del funcionamiento partidario y dependiente de un aparato especializado. La organización de la resistencia se basa en grupos reducidos e independientes, cuyo nexo principal es la unidad por la doctrina (a expensas de la unidad funcional)- y que en función de una gran autonomía táctica rescatan hasta cierto punto la “integralidad” del cuadro individual.” Walsh, 1993: 197).

Para cerrar este apartado podemos sugerir que hay tres aspectos clave en sus desarrollos. En primer lugar, el planteo de la necesidad de analizar una situación concreta más allá de todo voluntarismo. En segundo, la previsión por mantener el vínculo de la organización político – militar con las organizaciones de los trabajadores en un momento de repliegue. Finalmente, la preocupación por preservar la integridad física de los militantes.

2.

A partir de aquí, discutiremos tanto los efectos de la represión sobre las organizaciones - que consideramos un factor central en la supresión de toda posibilidad de pensar en el poder - como las consecuencias de la eliminación de cuadros en la transmisión de experiencias organizativas[2].

Las previsiones de Walsh acerca de la derrota de las organizaciones revolucionarias se cumplieron en toda la línea, inclusive en un grado aún mayor que el que había previsto. Según su análisis, ya a fines de 1976 estaba claro que la derrota militar de las organizaciones populares era un hecho, por lo que era necesario “reconocer que las OPM han sufrido en 1976 una derrota militar que amenaza convertirse en exterminio, lo que privaría al pueblo no sólo de toda perspectiva de poder socialista sino de toda posibilidad de defensa inmediata ante la agresión de las clases dominantes.” (Walsh, 1993:158)[3]. En un contexto en el que se estaban verificando “10 bajas propias por cada baja enemiga” (Walsh, 1993:196), no cabía otra posibilidad que organizar un repliegue que permitiera la preservación de la organización revolucionaria a fin de evitar que la victoria militar del Ejército se transformara en victoria política, la cual modelaría “un tipo de sociedad estable fundado en la explotación” (Walsh, 1993:196).

La ofensiva militar arrasó a las organizaciones revolucionarias, quienes perdieron gran parte de sus cuadros en el período 1976-77. Lo mismo ocurrió con las conducciones clasistas y los militantes combativos del movimiento obrero. Al no poder oponer al avance militar una estrategia de repliegue que preservara a los cuadros y un mínimo de organización, la derrota militar se transformó en una derrota política.

En este punto es necesario calibrar la magnitud de esta derrota. En primer lugar, hay que decir que las organizaciones revolucionarias derrotadas habían logrado trasponer, a partir del proceso iniciado con el Cordobazo, la concepción tradicional de la izquierda argentina hacia el poder. Para ésta, el poder era un objetivo demasiado lejano como para tener relevancia práctica en la construcción de las formas de organización. En los hechos, desde la llegada del peronismo al gobierno (1946) la izquierda no había pensado en términos de elaborar estrategias para la toma del poder.[4] En este sentido, la nueva izquierda, forjada al calor de las movilizaciones obreras y populares de fines de los ’60, representaba un corte con dicha tradición, puesto que para sus militantes la cuestión del poder era el problema político central.

En segundo lugar, las organizaciones revolucionarias tenían una importante inserción en el movimiento obrero, más allá de la identidad mayoritariamente peronista del mismo, lo cual significaba un salto cualitativo respecto al período 1945-69. Esta combinación de organizaciones revolucionarias y movimiento obrero, que en el imaginario de las clases dominantes se había plasmado en el Cordobazo, era percibida como particularmente peligrosa para la estabilidad capitalista en Argentina.

En tercer término, el crecimiento de Montoneros y otras vertientes de izquierda en el peronismo así como la muerte de Perón parecían poner en cuestión la capacidad de este para contener a los sectores revolucionarios y poner freno a las luchas de los trabajadores y su radicalización. A su vez, la experiencia del período 1955-73, en el que los sectores dominantes optaron por la proscripción política como medio para desarticular al peronismo, se había mostrado no sólo ineficaz, sino que había contribuido a radicalizar a vastos sectores del movimiento peronista.

En este marco, la dictadura se propuso desarmar la capacidad de lucha de los trabajadores y demás sectores populares. Para ello actuó principalmente en dos frentes: a) la liquidación física de los cuadros del movimiento obrero y popular, y de las organizaciones armadas, como forma de destruir el cuestionamiento directo a la dominación capitalista. La extensión de las luchas en el período 1969-76 y la capacidad que habían mostrado las organizaciones en varios momentos de dicho período por actuar en conjunto con sectores del movimiento obrero explica en buena medida el carácter brutal y despiadado de la represión. El objetivo no consistía sólo en suprimir a dirigentes y cuadros de todas las organizaciones que cuestionaran al capitalismo o simplemente defendieran con decisión los intereses de los trabajadores y los sectores populares, sino que también implicaba la aplicación desmedida del terror para disuadir a todos aquellos que quisieran intervenir en actividades políticas y sindicales.

b) la destrucción de las bases materiales de la alianza de clases que había tenido en el peronismo su expresión política. Más allá de las variaciones coyunturales, la política económica de Martínez de Hoz estuvo dirigida a favorecer la concentración y centralización del capital, a debilitar a la pequeña y mediana empresa ligadas al mercado interno, a deteriorar la capacidad del Estado de fijar políticas económicas a partir del crecimiento de la deuda externa y a quebrar la capacidad de resistencia de los sindicatos al romper las reglas de juego del modelo de desarrollo por sustitución de importaciones. Aunque puede decirse que la política de Martínez de Hoz no tuvo un éxito completo, sí cabe afirmar que la centralización del capital y el aumento desmesurado de la deuda externa limitaron sustancialmente los márgenes de maniobra de los actores sociales que habían intervenido en la alianza de clases propia del peronismo tradicional.

La ofensiva de la dictadura, encarada en los dos frentes mencionados, tuvo éxito en destruir a las organizaciones revolucionarias, en diezmar a los cuadros del movimiento obrero y en desarmar las bases sociales del peronismo tradicional. Todo esto tuvo su correlato en el plano de la teoría de la organización. Esto se notó especialmente en el período posterior a la caída del régimen militar.

En 1983, con la llegada de Alfonsín al gobierno, la izquierda y el movimiento obrero se mostraron incapaces de revertir la derrota política del período anterior y debieron mantenerse a la defensiva. Las organizaciones de izquierda -más allá de las diferencias de matices-, demostraron una notoria incapacidad por elaborar una estrategia de largo plazo que permitiera recuperar el terreno perdido y disputar el control ideológico de los sectores populares a la clase dominante. De hecho, una de las causas y efectos de esta situación fue el abandono de la discusión por el poder en el seno de las agrupaciones y partidos de izquierda. Aquí nos referimos no a la discusión por el poder en abstracto[5], sino a los problemas concretos de la constitución de formas embrionarias de poder popular, a la educación política de los sectores populares, a la elaboración de una estrategia dirigida a conformar un bloque contrahegemónico entre los trabajadores y los demás sectores populares, estrategia que debía basarse, a su vez, en un estudio profundo de las transformaciones sufridas por el capitalismo argentino a partir de la implementación de la política económica de Martínez de Hoz. De hecho, y esto se intensificó en la década del ’90, el verbalismo revolucionario se acentuó a medida que la izquierda se alejaba de la discusión efectiva del poder y se volvía, si cabe, todavía más inofensiva.[6]

En este sentido, la represión por un lado y el ataque a las conquistas y organizaciones de los trabajadores fueron la base de la permanencia democrática post-dictadura. Como bien señala Rozitchner (s/f) “El terror militar refrenó cruelmente lo que antes la sociedad civil había expandido y ganado como experiencia colectiva. (...) Vivimos en una “democracia aterrorizada”, porque sus marcas, interiorizadas, permanecen organizando el espacio de la paz política. Prolongan el terror que se expandió, como experiencia colectiva, desde la dictadura económico – militar – religiosa. Esta limitación de muerte está profundamente enraizada en la subjetividad de cada ciudadano. Es, aunque no se lo note, el fundamento invisible de la ley jurídica y de la legalidad política. Por eso las nuevas leyes impuestas sobre la población “pacificada” consolidan, sin resistencia, la expropiación por el poder económico de los derechos civiles en el campo individual y laboral. (p.1).

El alejamiento de la problemática de la toma del poder y al imposibilidad para procesar las transformaciones económico-sociales y formular así una estrategia de largo plazo, tuvieron varias consecuencias para los partidos y organizaciones de izquierda. En primer lugar, se produjo una pérdida de influencia ideológica entre los intelectuales y vastos sectores de la clase media, la cual fue capitalizada posteriormente por el menemismo y las demás vertientes del neoliberalismo. En segundo lugar, se reprodujo al interior de la izquierda un acentuado proceso de fragmentación, facilitado, en nuestra opinión, justamente por la ausencia de la necesidad de pensar en términos de conquista del poder. En tercer lugar, se verificó un extremo debilitamiento de la inserción de la izquierda en el movimiento obrero, tanto más acentuado si se tiene en cuenta que ya se partía, aún antes de la dictadura, de una situación sumamente desfavorable frente al sindicalismo peronista.

3.

En diciembre de 2001 la crisis del gobierno de De La Rúa terminó en una gran rebelión popular que echó por tierra al estado de sitio y con él al gobierno. No disponemos aquí de espacio suficiente para analizar detenidamente las características de este movimiento y las contradicciones contenidas en él. Pero sí queremos detenernos en la forma en que los partidos y organizaciones de izquierda actuaron frente a los acontecimientos. Antes de comenzar el análisis debe tenerse en cuenta que la caída de De La Rúa se produjo, por lo menos en ciudad de Buenos Aires y el Conurbano, en el marco de grandes movilizaciones de masas, en las que se destacaron los sectores de clase media y los desocupados.

Frente a esta situación, las organizaciones de izquierda mostraron una serie de limitaciones propias del abandono de una estrategia centrada en la toma del poder y en la escasa relevancia conferida al debate sobre las cuestiones de organización. Puede decirse, al respecto, que los sucesos de 2001 encontraron a la izquierda argentina desarmada en el terreno teórico y práctico.

Estas limitaciones pueden resumirse en dos aspectos principales:

a) La falta de una estrategia tendiente a unificar las luchas de los desocupados y los sectores de la clase media con las de los trabajadores. De hecho, en el período comprendido entre 1983 y 2001 el conjunto de las organizaciones de izquierda careció de una política de largo plazo para el movimiento obrero, la cual pudiera revertir su escasa inserción en el mismo, potenciada por los efectos devastadores de la dictadura sobre los militantes clasistas.

b) La apelación al espontaneísmo y al asambleísmo como formas de acción políticas de las masas. Aunque esta no fue una actitud generalizada en todas las organizaciones de izquierda, tuvo un peso importante en enero de 2002. El fracaso del movimiento de las Asambleas Populares es la expresión más clara de esta línea política. Sin embargo, y a despecho de esto, a partir de 2001 tuvo lugar, sobre todo en agrupaciones juveniles y grupos independientes, un auge de las concepciones que privilegiaban la espontaneidad y la horizontalidad en detrimento de cualquier forma de organización que contuviera elementos de dirección.[7]

En definitiva, la derrota política de la izquierda revolucionaria a manos de la dictadura se perpetuó en el período posterior a la caída del régimen militar. La política de exterminio llevada adelante por los militares creó grandes trabas a la transmisión de la experiencia organizativa de la generación que había intervenido en las luchas populares iniciadas con el Cordobazo, con lo que se perdieron los logros alcanzados en torno a la teoría de la organización. Así como las masas debieron, según Walsh, replegarse en el peronismo tradicional frente al embate de la dictadura, la izquierda debió replegarse sobre los modelos de las organizaciones de la izquierda tradicional. Esto potenció la pérdida de influencia política de la izquierda y le impidió enfrentar exitosamente el desafío implicado por la etapa democrática. Además, la separación entre la izquierda y las masas generó, en varias oportunidades, el desarrollo de políticas oportunistas, las cuales reemplazaban a la elaboración de una estrategia de construcción contrahegemónica.[8] A su vez, los continuos fracasos de las organizaciones y partidos de izquierda en las décadas del ’80 y del ’90 llevaron a que muchos militantes jóvenes renegaran de toda forma de organización y transformaran lo que era un efecto de la derrota - la ausencia de una teoría y de una construcción de la organización revolucionaria - en una virtud en sí misma. Demás está decir que todo esto permitió la reproducción del desarme político promovido por la dictadura.

Para salir de la derrota política creemos necesario recuperar la vasta experiencia de lucha y organización acumulada en el período anterior a la dictadura y estudiar detenidamente los cambios experimentados por el capitalismo en el período posterior a 1976. Sólo la formulación y puesta en práctica de una estrategia de largo plazo - que encuadre tanto la reinserción de la izquierda en el movimiento obrero como el desarrollo de vínculos con los demás sectores populares - dirigida hacia la conquista de del poder permitirá clausurar, mediante una nueva política revolucionaria, la etapa de derrota iniciada en 1976.

Bibliografía

Gramsci, A. (2003) Notas sobre Maquiavelo, sobre la política y sobre el Estado moderno. Buenos Aires: Nueva Visión.

Marx, K. (1973) Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1850. Bs. As.: Anteo.

Marx, K. y Engels (1985) La ideología alemana. Buenos Aires, Ediciones Pueblos Unidos y Cartago.

Marx, K. (1991) El capital. México: Siglo XXI. Tomo I. Vol. 1. Cap. I y V.

Rozitchner, L. (s/f) La democracia aterrorizada (on line) Disponible en www.sociologiapraxis.com.ar/30golpe.htm Con acceso 8/05/06

Walsh, R. (1993) Aporte a la discusión del informe del Consejo; Aporte a una hipótesis de resistencia” y Cursos de Guerra en enero - Junio de 1977 según la hipótesis enemiga”. Revista Unidos, 5 y 6.


[1] El 30º aniversario del golpe de Estado de 1976 ha motivado la realización de un gran número de actos conmemoratorios, en los que la nota central está dada por la recuperación de la memoria, por el “nunca más” y por la condena de la barbarie militar. En la inmensa mayoría de los casos el golpe es presentado como un suceso histórico (esto es, como algo que ya pertenece definitivamente al pasado), producto de la maldad intrínseca de los militares de esa época. Nosotros, por el contrario, postulamos que el golpe es un hecho actual, en el sentido de que sus consecuencias siguen manifestándose plenamente en la actualidad; y que su conmemoración no debe ser un hecho ético o moral, sino esencialmente político, dado que el bloque dominante que promovió el golpe ha mantenido su posición de dominio durante los últimos 30 años de historia argentina.

[2] Como contexto de este proceso debemos tomar en cuenta los cambios estructurales que tendieron a fragmentar al movimiento obrero, a disgregarlo y que generaron una relación de fuerzas mucho más favorable a la burguesía, de lo que había sido entre las décadas del ‘40 y principios de los ‘70.

[3] Asimismo, en un escrito del 2 de enero de 1977: “Se parte de la hipótesis de que la guerra en la forma en que la hemos planteado en 1975-1976 está perdida en el plano militar y que la derrota militar se corresponde en el plano político con el repliegue de las masas” (Walsh, 1993:194).

[4] En líneas generales, esta afirmación es correcta para el período anterior, que comienza con la fundación del Partido Socialista (1896). El viejo socialismo argentino nunca se pensó como una fuerza política capaz de hacerse con el poder, sino más bien como un contrapeso de las formaciones políticas tradicionales y como un motor de reformas. En el caso del Partido Comunista, la situación es más compleja, pero su subordinación a la política del PCUS cortó toda posibilidad de desarrollo de una estrategia autónoma.

[5] Al respecto, resulta absolutamente válida una crítica de Walsh a Montoneros, en la que sostiene que “un oficial montonero conoce, en general, cómo Lenin y Trotsky se adueñan de San Petersburgo en 1917, pero ignora cómo Martín Rodríguez y Rosas se apoderan de Buenos Aires en 1821. La toma del poder en Argentina debería ser, sin embargo, nuestro principal tema de estudio, como lo fue de aquellas clases y de aquellos hombres que efectivamente lo tomaron. Perón desconocía a Marx y Lenin, pero conocía muy bien a Irigoyen, Roca y Rosas, cada uno de los cuales estudió a fondo a sus predecesores.” (1993: 203).

[6] El verbalismo revolucionario se acentuó junto con el aislamiento de las organizaciones de izquierda, el abandono de la militancia y la progresiva masificación de una concepción negativa respecto a los partidos políticos en general y a los de izquierda en particular, concepción que era promovida por el neoliberalismo, con su énfasis en la individualización de los procesos sociales. A la par, esta situación hacía que la izquierda se alejara cada vez más de la discusión efectiva del poder, lo cual, a su vez, retroalimentaba todo el proceso.

[7] Estas concepciones constituyen una amalgama de diferentes concepciones, entre las que se encuentran la influencia del zapatismo, del autonomismo, del rechazo a la globalización, las teorías posmodernistas e, inclusive, elementos de anarquismo individualista a là Stirner que fuera criticado por Marx y Engels en La ideología alemana. Más allá de las innegables diferencias entre estas corrientes, todas tienen en común el rechazo de la organización centralizada - y, en muchas ocasiones, el rechazo a todo tipo de organización - como forma de construcción de una política revolucionaria.

[8] Gramsci, refiriéndose a los planteos que sostenían que era imposible la “previsibilidad” de los hechos sociales, escribió: “Si los hechos sociales son imprevisibles y el mismo concepto de previsión es puro sueño, lo irracional no puede menos que dominar y toda organización de hombres es antihistórica, es un ‘prejuicio’. Sólo corresponde resolver en cada caso y con criterio inmediato, los particulares problemas prácticos planteados en el desarrollo histórico (…) y el oportunismo es la única línea posible.” (Gramsci, 2003: 11).

viernes, 5 de noviembre de 2010

INDUSTRIALIZACIÓN Y SOCIALISMO

El punto de partida de un análisis marxista del proceso de industrialización tiene que ser la cuestión de la dialéctica entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción[1].

Es preciso, ante todo, comenzar por reconocer dos cuestiones fundamentales:

a) El socialismo exige un fenomenal desarrollo de las fuerzas productivas, esto es, un crecimiento tal de la capacidad productiva de la sociedad que posibilite que todos los individuos tengan sus necesidades satisfechas y que, además, puedan elegir libremente su actividad[2]. En este punto reside el núcleo duro de la problemática del socialismo. La temática de las necesidades debe ser aclarada para poder entender a fondo esta cuestión.

En una economía socialista, no se trata justamente de la satisfacción de todas las necesidades sociales tal como se han conformado bajo el capitalismo, pues buena parte de ellas son creaciones artificiales, en el sentido de que están determinadas por el imperativo de realizar las mercancías, y no por el valor de uso. El socialismo, por ejemplo, no puede tener por objetivo desarrollar las fuerzas productivas para que todas las personas que habitan este planeta tengan un BMW. El socialismo, por el contrario y a partir de la organización autónoma de los trabajadores, tiene que modificar radicalmente la índole de las necesidades humanas, para adecuarlas a la realización universal de la personalidad. La eliminación de la propiedad privada de los medios de producción y el control de las mismas por los trabajadores autoorganizados tenderán a desactivar la lógica de la mercancía, modificando drásticamente la estructura de necesidades de la población.

Para los clásicos del marxismo, el mero hecho de la supresión de la propiedad privada generará una simplificación de la producción de bienes y servicios, pues muchos de ellos están destinados a satisfacer necesidades “artificiales”, creadas por la misma lógica de la mercancía, y desaparecerán con la eliminación de las diferencias de clase. Ahora bien, esta tendencia se verá compensada por la obligación de garantizar a todos los seres humanos la posibilidad efectiva de elegir libremente su campo de actividad.

La sociedad capitalista se caracteriza por que solo una parte de población está en condiciones de “elegir” (por cierto que dentro de márgenes relativamente estrechos) que estudiará y en qué trabajará. El resto tiene que conformarse con aceptar pasivamente lo que le impone la coerción económica. Como es de suponer, generar las condiciones para que toda la población pueda elegir libremente y gozar de una vida plena exige un desarrollo fenomenal de las fuerzas productivas. Esto es así porque no se trata, fundamentalmente, de un crecimiento cuantitativo, sino de una reestructuración y expansión cualitativa de las mismas, cuyo eje es la centralidad del valor de uso. Es por esto que el socialismo no pueda darse en medio de la “pobreza”. En definitiva, y esto sirve de transición para el siguiente punto a tratar, el problema de la industrialización es un problema político, que gira en torno a la organización autónoma de los trabajadores.

b) El socialismo exige, y esta es su condición primordial, que los trabajadores y demás sectores populares se organicen de manera autónoma. ¿Qué implica esta autonomía? Ante todo, su emancipación de la tutela de la burguesía. Esta autonomía se logra mediante la construcción de la organización y, en el extremo, se expresa en la capacidad para conducir el proceso revolucionario. Sólo si se comprende la centralidad de la autonomía de los trabajadores en la construcción de un proyecto socialista es posible entender el carácter ineludible de la revolución, entendida como un desplazamiento radical de las clases que detentan la hegemonía política en la sociedad. La revolución constituye el primer paso en la concreción efectiva del poder de los trabajadores, pues quiebra tanto a la propiedad privada de los medios de producción (base de la coerción económica capitalista) como al Estado, en tanto conjunto de aparatos de represión.

Ahora bien, y las experiencias socialistas del siglo XX muestran esto a las claras, los trabajadores tienen que pasar a un segundo momento para hacer efectiva su liberación, y ese momento es la implementación de la industrialización. Y este proceso industrializador sólo puede ser emancipatorio en la medida en que los trabajadores comanden efectivamente el proceso. En este punto entramos al meollo de la cuestión de la industrialización en la URSS: 1) la industrialización fue dirigida por la cúpula del partido y por la burocracia soviética, y se centró en los logros cuantitativos antes que en los cualitativos; 2) la industrialización se llevó en el marco de la supresión policíaca, en un grado con pocos precedentes en la historia, de las actividades independientes de los trabajadores. Así encarada, la industrialización alejó a la URSS del socialismo, pues contribuyó a reforzar el sometimiento de los trabajadores y las masas populares. En este sentido, el carácter socialista de la industrialización se mide por el grado de autonomía política e intelectual alcanzado por el productor.

Luego de planteadas estas dos cuestiones fundamentales, es posible volver al problema inicial. En el socialismo, la industrialización expresa una dialéctica específica de las fuerzas productivas y de las relaciones de producción. Las fuerzas productivas tienen que expandirse en un sentido socialista, esto es, reemplazando la lógica de la mercancía a través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción y del desplazamiento hacia el valor de uso del proceso productivo. En este sentido, la satisfacción de las necesidades y no la realización de las mercancías (con sus secuelas de marketing, campañas publicitarias, creciente banalización de la vida cotidiana, etc.) tiene que ser el fundamento de la economía socialista. Para lograr esto resulta imprescindible una transformación tal de las fuerzas productivas que redunde en una consolidación del poder de los trabajadores sobre el proceso productivo mismo. Esto se entronca con la base misma de la concepción marxista de la sociedad, que sostiene que las características que asume toda estructura son el resultado de la lucha de clases, esto es, del balance de las relaciones de poder entre las clases sociales.

Entonces, para estudiar desde una perspectiva marxista el proceso de industrialización en la URSS es preciso comenzar por la relación de fuerzas entre los trabajadores y las capas sociales que detentaban el poder en la sociedad soviética. Sin entrar a discutir aquí el tema de la naturaleza de clase de estas capas sociales (más adelante haremos algunas observaciones al respecto), es necesario apuntar que dichos capas tomaban las decisiones sobre el rumbo de la industrialización (esto es, las preguntas centrales en todo proceso productivo: el qué, el cómo y el cuánto producir), y que la clase trabajadora estaba completamente apartada de los mecanismos decisorios. El debate sobre la “acumulación primitiva socialista” oculta, precisamente, que la acumulación no podía ser socialista porque se fundaba en una radical expropiación de los derechos y de la autonomía política conquistados por los trabajadores en 1917. Este no es el lugar para discutir los alcances de esas conquistas; sin embargo, conviene hacer notar que hubo efectivamente conquistas y que éstas representaron un desarrollo fenomenal de la conciencia de clase de los trabajadores.

La concepción del proceso de industrialización que terminó primando en la URSS no se diferenciaba, sustancialmente, de la que aparece en los manuales de economía política. Según estos, se trata de incrementar los volúmenes de producción y de la productividad en el marco de un desarrollo impulsado por el valor de cambio. Desde el momento en que los líderes soviéticos se propusieron alcanzar y superar al Occidente capitalista en el terreno del capitalismo, el carácter “socialista” de la acumulación quedó enterrado. Esto es porque alcanzar a EE.UU. suponía aceptar los valores de la competencia económica capitalista (más profundo, adoptar como propia la lógica misma de la mercancía). Este no era, por supuesto, el camino del socialismo. De modo que al plantear la cuestión de la naturaleza de clase de la industrialización soviética hay que tener en cuenta, en primer lugar, la supresión de la autonomía política de la clase trabajadora y de los demás sectores populares. Resulta paradójico que los dirigentes del bolchevismo que más bregaron por la profundización del carácter socialista de la revolución hayan sido, justamente, quienes más promovieron la adopción de la industrialización dirigida desde arriba, en la que los trabajadores fueron los convidados de piedra.

Lenin, por ejemplo, fue quien planteó con maestría la necesidad de que el partido fuera un instrumento para la educación política de las masas, para de ese modo incrementar la participación política de éstas[3]. Ahora bien, Lenin abogó por la puesta en práctica del taylorismo como medio para aumentar la productividad de la industria soviética. La pregunta que cabe hacer es: ¿Puede haber autonomía obrera en el taylorismo? Aquí Lenin fetichiza los métodos de producción, como si se tratara de herramientas neutrales y no de mecanismo que implican todo un contenido político, toda una determinada distribución del poder entre planificadores y trabajadores. Es importante tener presente, en este punto, el análisis clásico de Coriat sobre el taylorismo:

“Descomponiendo el saber obrero, «desmenuzándolo» en gestos elementales – por medio del «time and motion study» - haciéndose su dueño y poseedor, el capital efectua una «transferencia» de poder en todas las cuestiones concernientes al desarrollo y la marcha de la fabricación. Taylor hace posible la entrada masiva de los trabajadores no especializados en la producción. Con ello, el sindicalismo es derrotado en dos frentes. Pues quien progresivamente es expulsado de la fábrica, no es sólo el obrero de oficio, sino también el obrero sindicado y organizado. La entrada del «unskilled» en el taller no es sólo la entrada de un trabajador «objetivamente» menos caro, sino también la entrada de un trabajador no organizado, privado de capacidad para defender el valor de su fuerza de trabajo.” (Coriat, 1992: 30-31).

Trotsky, quien en las décadas de 1920 y 1930 emprendió la lucha más obstinada contra la burocratización del Estado soviético y el estalinismo, fue el impulsor, como vimos más arriba, de la incorporación de los métodos militares propios de la Guerra Civil a la industria.

Clausurada la vía de la expansión revolucionaria en Occidente (y esto quedó claro luego del fracaso polaco en 1920), los dirigentes bolcheviques sucumbieron a la atmósfera de la “fortaleza sitiada” y respondieron con el incremento de los métodos de coerción. El camino de la profundización de la democracia obrera no fue transitado, pues esto hubiera implicado legalizar la lucha de fracciones al interior del partido, así como también permitir la acción legal de los demás partidos de izquierda. Esto ejemplifica con claridad la relación existente entre economía y política. Una línea política basada en la dictadura del partido sobre los trabajadores tiene que desembocar, necesariamente, en la dictadura de los administradores en el interior de la empresa. Es curioso que fuera Bujarin (catalogado como “derechista” en las luchas internas de la segunda mitad de la década de 1920), el defensor de una política económica basada en la persuasión antes que en la represión.

En síntesis, puede afirmarse que la industrialización en un sentido socialista nunca se llevó a cabo en la URSS. De hecho, la posibilidad de que los trabajadores y los demás sectores populares participaran activamente en la elaboración y puesta en práctica de los planes de industrialización quedó clausurada hacia 1921, cuando se implementó la NEP. Todo el proceso posterior tiene que ser estudiado descartando de plano el carácter socialista del mismo.

Buenos Aires, 5 de noviembre de 2010

NOTAS:

[1] El lugar clásico en que es planteada esta dialéctica es el famoso prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política (1859). Allí Marx sostiene que “en la producción social de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. (…) En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes o – lo cual sólo constituye una expresión jurídica de lo mismo – con las relaciones de producción dentro de las cuales se habían estado moviendo hasta ese momento. Estas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social. Con la modificación del fundamento económico, todo ese edificio descomunal se trastoca con mayor o menor rapidez.” (Marx, 2000: 4-5). En este trabajo no disponemos de espacio como para comentar extensamente este pasaje. Pero si es necesario apuntar que en la concepción de Marx las fuerzas productivas son el elemento dinámico del desarrollo, es decir que, en última instancia, el proceso social está determinado por el grado de evolución de las mismas.

[2] En la Ideología alemana (1845-46), Marx y Engels conciben este desarrollo de las fuerzas productivas como el medio para superar la división del trabajo. De este modo, los seres humanos se liberarían de la sujeción a una actividad unilateral. “En efecto, a partir del momento en que comienza a dividirse el trabajo, cada cual se mueve en un determinado círculo exclusivo de actividades, que le es impuesto y del que no puede salirse; el hombre es cazador, pescador, pastor o crítico crítico, y no tiene más remedio que seguirlo siendo, si no quiere verse privado de los medios de vida; al paso que en la sociedad comunista, donde cada individuo no tiene acotado un círculo exclusivo de actividades, sino que puede desarrollar sus aptitudes en la rama que mejor le parezca, la sociedad se encarga de regular la producción general, con lo que hace cabalmente posible que yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, que pueda por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico, según los casos.” (Marx y Engels, 1985: 34). Es interesante hacer notar que en este mismo texto, Marx y Engels ponen en relación el desarrollo de la división del trabajo con la expansión del Estado. (Marx y Engels, 1985: 34-36).

[3] Esta línea de pensamiento encuentra su expresión más cabal en su obra El Estado y la revolución (1917), que no es por cierto un acercamiento demagógico a las posiciones anarquistas, como se ha afirmado algunas veces, sino que se trata de la culminación teórica de la concepción que hemos expuesto sobre el papel del partido revolucionario.

BIBLIOGRAFÍA:

Coriat, Benjamin. (1992). El taller y el cronómetro: Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa. México D. F.: Siglo XXI.

Marx, Karl y Engels, Friedrich. (1985). La ideología alemana. Buenos Aires: Ediciones Pueblos Unidos y Cartago.

Marx, Karl. (2000). Contribución a la crítica de la economía política. México D. F.: Siglo XXI.