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sábado, 28 de abril de 2012

DOCUMENTOS PARA LA HISTORIA DEL MOVIMIENTO OBRERO ARGENTINO: DECÁLOGO LABORISTA (1946)


[Nota introductoria: El Partido Laborista (PL) surgió por iniciativa de numerosos dirigentes sindicales que habían participado de la movilización del 17 de octubre de 1945, y que estaban dispuestos a conformar un partido político para lograr que Juan Domingo Perón (1895-1974) ganara las elecciones de febrero de 1946, consolidando así las conquistas obtenidas por los trabajadores a través de la acción de la Secretaría de Trabajo y Previsión Social. El Partido Laborista tuvo por presidente al dirigente de los telefónicos, Luis Gay (n. 1903), y por vicepresidente al dirigente del gremio de la Carne, Cipriano Reyes (1906-2001).
El Partido Laborista jugó un papel fundamental en el triunfo de la fórmula Perón-Quijano en las elecciones presidenciales de febrero de 1946. En esa oportunidad, el PL fue una de las tres fuerzas políticas que sostuvieron la candidatura presidencial de Perón, siendo las otras la UCR-JR (Unión Cívica Radical-Junta Renovadora) y el Partido Independiente.

Durante la misma campaña electoral, y luego del triunfo de Perón, el PL no aceptó ser un instrumento pasivo en manos de la conducción del general, negándose a aceptar todas las directivas que formulaba este. En mayo de 1946 Perón presionó al PL para que se fusionara con las otras dos fuerzas que habían apoyado su candidatura, conformando el Partido Único de la Revolución Peronista. La dirigencia del PL mostró resistencia, y Perón ordenó la disolución del partido el 23 de mayo de 1946. La inmensa mayoría de los dirigentes y de los militantes del PL acataron la orden, salvo el grupo de Cipriano Reyes, que mantuvo la sigla a pesar de las presiones cada vez más violentas ejercidas por Perón.]

 DECÁLOGO LABORISTA

1° Todo Centro Laborista, cualquiera sean las dificultades por que atraviese, debe permanecer en continua actividad. Por lo tanto deben hacerse todos los sacrificios que sean necesarios para mantener abierto el local, con el cartel del Partido a su frente porque él constituye una bandera de esperanza para los trabajadores, campesinos e intelectuales que han abrazado con cariño y fervor ciudadano nuestra causa. 

2° En las Capitales de Provincia, ciudades y localidades en que haya más de un Centro Laborista, es preciso que sus presidentes realicen reuniones, por lo menos semanalmente, e intercambien opiniones a los fines de mantener informados a los afiliados de todas las novedades de interés general y, sobre todo, a los efectos de alentar el entusiasmo laborista. Por supuesto, cada presidente se reunirá también semanalmente a los fines de conocer y hacer conocer a los integrantes de la respectiva comisión todo lo que sea de interés para nuestro partido.

3° Cuando en la Capital de Provincia, ciudad o localidad, se constituya la Junta Organizadora del Partido Único de la Revolución, de acuerdo a las instrucciones impartidas por nuestro líder y primer afiliado Coronel Perón, el Laborismo debe reclamar la participación correspondiente, la que en ningún caso debe ser inferior a la que designe la Junta Renovadora del Radicalismo. Debe entenderse, además, que los miembros Laboristas que han de integrar dicha Junta Organizadora del Partido Único, deben ser designados por los cuerpos representativos locales de nuestro partido.

4° Mientras sea posible deben conservarse los emblemas e insignias relativas al Laborismo. Cuando ello no sea posible, por razones superiores a nuestra voluntad o por dificultades realmente insalvables, debajo de cualquier leyenda que se adopte debe figurar siempre nuestro lema: UNA NUEVA CONCIENCIA EN MARCHA.

5° Cuando por circunstancias superiores a nuestra voluntad sea preciso retirar esos carteles y todo lo que tenga sentido Laborista, no olvide guardarlos bien, pues, si las elecciones internas no fueran ejemplares y por lo mismo una lógica garantía de que nuestros principios y propósitos han de ser mantenidos, entonces habrá llegado la hora de sacar de nuevo todo lo que ha sido bandera de lucha y de fe, en nuestra acción contra los enemigos del pueblo, para levantarlo de nuevo y reconstituir el Partido de los trabajadores, campesinos, hombres de bien, mujeres y niños que nos han acompañado con tanto entusiasmo en nuestra dura lucha contra un enemigo poderoso: el capitalismo nacional e internacional.

6° Las iniciales de nuestro Partido deben figurar siempre, permanentemente renovadas en los muros de todas las ciudades, en el maderamen de todos los trenes que recorren las grandes extensiones de nuestro país, en los puentes, en los esquineros de los campos y en todos los lugares donde nuestras iniciales recuerden al correligionario, al obrero, al campesino y al amigo o simpatizante que nuestro partido, justa esperanza de los trabajadores, sigue viviendo en el corazón de todos los que le dieron vida.

7° Cuando se constituya el Partido Único de la Revolución hay que reclamar con energia que las elecciones internas, por las cuales deben elegirse las autoridades, se realicen con corrección, de manera que los electos sean la verdadera expresión del sentir de la mayoría. De lo contrario habremos perdido el Partido, incluso el Partido Único de la Revolución, y todos los esfuerzos realizados resultarían inútiles. 

8° En todas partes, en el taller, en la oficina, en el café, en el Club y en todo otro lugar de reunión salude siempre a sus correligionarios con la afectuosa expresión empleada en el Centro: "amigo Laborista" o "compañero Laborista". Además, reproduzca cuantas veces pueda estas instrucciones y envíelas a sus amigos y a los centros cuya dirección conozca. De esta manera contribuirá a mantener encendido un entusiasmo y una fe que no deben perderse, porque el país y nuestro líder y primer afiliado, Coronel Perón, deberán contar, como siempre, con nuestro apoyo y nuestra adhesión decidida. 

9° Cuando se constituya el Partido Único de la Revolución, éste tendrá que darse su Carta Orgánica, su declaración de principios y su programa político. Procure, entonces, que triunfe en las elecciones o en los Congresos lo que ha pertenecido a nuestro Partido, porque todo ello sintetiza y condensa el pensar de nuestro pueblo, cansado de los viejos y malos políticos.

10° Cuando deban designarse Delegados para cumplir una misión, integrar una Comisión o participar en Congresos Provinciales o Nacionales, es indispensable que se designe a compañeros probados, firmes de carácter y de probada honestidad. De los representantes nuestros dependerán las buenas o malas resoluciones que se adopten. El momento es decisivo, debemos mantener los ideales que ha encarnado nuestro Partido: EL PARTIDO LABORISTA, QUE POR SER UNA NUEVA CONCIENCIA EN MARCHA, HA DE SEGUIR VIVIENDO EN EL CORAZÓN Y EN EL PENSAMIENTO DE ESE MILLÓN DOSCIENTOS MIL CIUDADANOS QUE EN LAS HISTÓRICAS ELECCIONES DEL 24 DE FEBRERO LO HAN CONSAGRADO PRESIDENTE AL PRIMER PRESIDENTE AFILIADO DEL LABORISMO.

(Documento posterior a la disolución del Partido Laborista, junio de 1946).

[Tomado de Font, Elena Susana. (1984). Partido Laborista: Estado y sindicatos. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina. (pp. 142-143).] 

Transcripción realizada en Mataderos, sábado 28 de abril de 2012

domingo, 22 de abril de 2012

ZONCERAS ARGENTINAS: LA EXPROPIACIÓN DE YPF (II)

En el artículo anterior (ver aquí) intentamos demostrar que las apelaciones patrióticas a la soberanía y a la independencia no resisten la confrontación con el archivo. En el período comprendido entre 1992 y 2012 el peronismo en el gobierno promovió:

a) la privatización de YPF; 

b) la rapiña generalizada de las recursos energéticos a manos de Repsol; 

c) la incorporación a YPF SA de una "burguesía nacional" (el grupo Petersen - Eskenazi - ) tan emprendedora que su primera medida fue adquirir parte del paquete accionario de la empresa con un crédito contra garantía de futuros dividendos y sin invertir un solo peso; 

d) la expropiación en curso.

La actitud de Cristina Fernández y de Carlos Menem resume la parábola del peronismo: en 1992, el entonces presidente Menem impulsó la privatización, y Cristina Fernández apoyó la medida siendo diputada provincial por la provincia de Santa Cruz. En 2012, Cristina Fernández ocupa la presidencia de la Nación y promueve la expropiación de la compañía; el ex presidente Menem, que ahora es senador nacional por la provincia de La Rioja, anuncia su voto favorable a la medida. Dado que la política es el arte de lo posible, que obliga a sus protagonistas a sumergirse en el barro de la historia, no vamos a hacer ningún comentario respecto a la variación de las medidas y de las convicciones de nuestros patriotas antiguos y modernos.

Para empezar a entender el sentido de la expropiación de YPF hay que escapar por un rato del griterío de las declamaciones patrióticas. No es ninguna novedad que el petróleo y el gas juegan un papel fundamental en el proceso de producción moderno. Sin petróleo y gas baratos es imposible mantener el crecimiento económico. Además, y esto tampoco es novedoso pero suele olvidarse en medio de la exaltación que producen palabras como "independencia" y "soberanía", nuestro proceso de producción es capitalista. Hasta que se pruebe lo contrario, el capitalismo es una forma de organización social basada en la explotación del hombre por el hombre, en la que existen diferencias sustanciales de poder entre los capitalistas y los trabajadores. Es por ello que en la cuestión energética (como en todas las demás), no existe un punto de vista común a toda la sociedad, sino que predomina el punto de vista de la clase que tiene la sartén por el mango.

Si la caracterización del capitalismo que hemos presentado en el párrafo anterior es correcta, la "soberanía energética" cobra un sentido diferente al que le atribuyen nuestros patriotas de hoy. Si es falsa o si ha sido superada por el desarrollo de la historia, la argumentación propuesta por Cristina Fernández y cia puede ser aceptada (de hecho, hasta el comandante Mauricio Macri reconoció que mantendría el carácter estatal de YPF de ser elegido presidente en 2015).

En una economía capitalista como la nuestra, el crecimiento depende de la inversión que realicen los capitalistas. No tenemos espacio aquí para analizar el papel que juega la inversión estatal, pero basta decir que tiene la función de remover los obstáculos que se le presentan al capital (por ejemplo, la construcción de grandes obras de infraestructura es llevada a cabo por el Estado). Los empresarios invierten en función de la perspectiva de obtener ganancias. Sin petróleo y gas baratos, muchas actividades económicas pierden competitividad frente a la producción de otros países, el margen de ganancia se diluye y dejan de ser atractivas para los empresarios. Si el Estado, y por eso es importante el punto de vista de clase al que aludía nuestra caracterización del capitalismo, representa los intereses de la clase dominante, es evidente que tiene que ocuparse de asegurar la provisión de petróleo y gas para los capitalistas.

En las condiciones actuales, la "soberanía energética" no significa otra cosa que el traspaso  desde el ámbito de las empresas privadas hacia el Estado de la obligación de proporcionar petróleo y gas baratos ((o, si se prefiere, el "blanqueo" de la obligación estatal). Hasta el momento (y desde la privatización de YPF en 1992), eran las petroleras privadas quienes se encargaban de esa tarea. A esta altura del partido es una obviedad decir que lo hacían mal y que el Estado se veía forzado a subsidiarlas. En criollo, el Estado estaba obligado a transferir recursos hacia las compañias petroleras que operan en el país (por medio de subsidios varios) o hacia las compañias petroleras de otros países (vía importaciones). 

Basta leer los considerandos del Decreto 530/12, que establece la intervención de YPF por el Estado, para tener un somero panorama de la conducta de Repsol. Es verdad que los redactores de dichos considerandos tienen interés en cargar las tintas sobre Repsol para justificar la expropiación; pero también es cierto que se trata de testigos directos de la actuación de la petrolera afincada en España, pues el peronismo alabó la actuación de la compañía entre 1992 y 2011 (todos los balances de YPF SA fueron aceptador por el representante del Estado en el directorio de la empresa). En esta historia llena de paradojas se da el caso de que cada vez que el gobierno acusa a Repsol, se está acusando a sí mismo. 

En los considerandos se califica del siguiente modo la actuación de Repsol: "el proceder de la empresa se encontró guiado por una lógica cortoplacista encaminada a la expansión mundial y lindero con la especulación y que se tradujo en el vaciamiento progresivo de la principal empresa de nuestro país". Un poco más adelante se usa un lenguaje todavía más fuerte y se habla de "política depredatoria llevada adelante por el principal accionista". Ahora bien, está claro que el peronismo, y vamos a ser generosos, toleró dicha política depredatoria. Hasta 2011 inclusive no hubo ningun signo de fervor patriótico en las filas del partido de gobierno en lo que hace a la actitud frente a Repsol. ¿Qué es, entonces, lo que cambió en 2012?

Dos factores confluyeron en el proyecto de expropiación llevado adelante por el gobierno. En primer lugar, la "política depredatoria" de Repsol y las demás compañías petroleras que actúan en el país, trajo como consecuencia la crisis energética. Entre 1998 y 2010 las reservas de combustible del país cayeron un 18%. Ante la caída de las reservas, la perspectiva era de aumento de los precios del petróleo y del gas. El gobierno, conciente de la importancia vital del combustible para mantener el crecimiento económico, optó por subsidiar a los empresarios petroleros a los que tanto les preocupaba el país (por ejemplo, planes Petróleo Plus, Refino Plus, Gas Plus) y por importar petróleo y gas. En otras palabras, el Estado transfirió recursos hacia los empresarios petroleros tipo Repsol y hacia las compañías petroleras de otros países, pero siguió sin decir una palabra sobre la "soberanía energética". 

En segundo lugar, la transferencia de recursos desde el Estado hacia las petroleras alcanzó su límite en 2011. En ese año, el fisco debió destinar 9000 millones de dólares para la importación de combustibles. En 2012, se calcula que esa cifra sería superada. El problema no fue el descubrimiento del patriotismo por los funcionarios del gobienro kirchnerista, sino la crisis de las finanzas públicas. En pocas palabras, el Estado no podía seguir financiando la importación de combustibles sin que sus cuentas entraran en rojo. Para que se entienda mejor, el superávit comercial de la Argentina durante el periódo 2003-2009 osciló entre los 12000 y los 18000 millones de dólares anuales. La cuenta de la importación de combustibles anulaba la mayor parte de ese superávit y comenzaba a poner en riesgo la solvencia estatal. Repsol era conciente de esto, y su política de transferencia acelerada de utilidades en los últimos años está relacionada con la convicción de que su negocio en Argentina estaba agotado (de hecho, el CEO de Repsol, don Brufau, había entablado negociaciones con China para desprenderse de YPF).

Lejos de ser el resultado de la profundización de un "proceso de liberación", la expropiación de YPF es un intento, bastante tardío, de resolver el agujero fiscal generado por la política energética de los gobiernos peronistas entre 1992 y 2012. En los hechos, la salida de Repsol será cubierta por otras petroleras, puesto que el Estado argentino no está en condiciones de realizar las inversiones necesarias para descubrir nuevos yacimientos de petróleo y de gas y resolver así el agotamiento de las reservas. Veamos esto con un poco más de detalle.

El problema reside en que el Estado tiene que pagar tres "facturas" en el área de combustibles: a) las importaciones de petróleo y gas, que seguirán este año en los niveles del año pasado (o, incluso, ascenderán), dado que, por más "patriotas" que seamos y en el mejor de los escenarios posibles, pasará mucho tiempo hasta que YPF pueda aumentar su capacidad de extracción; b) la compra de las acciones de Repsol; c) las inversiones destinadas a la búsqueda de nuevos yacimientos de petróleo y gas. La factura a) es impostegable, pues contar con menos combustible implica un menor nivel de actividad económica. La factura b) se pagará a los premios, porque el valor de compra por el Estado de las acciones de Repsol se resolverá por vía judicial y eso lleva tiempo. La factura c) se ha vuelto urgente, por la necesidad de recomponer las reservas. Pero su monto es muy grande. Los especialistas estiman que solamente para desarrollar la explotación del yacimiento de gas de Vaca Muerta (provincia de Neuquén) es preciso invertir 5000 millones de dólares anuales. Esto equivale al 57% de las importaciones de combustibles durante 2011. 

¿Cómo hará el Estado para afrontar estas inversiones si el motivo de la expropiación fue, justamente, la imposibilidad de hacer frente al pago de la factura por las importaciones? Dado este contexto, es claro que se recurrirá a otros jugadores (ya sea nacionales o extranjeros). Es decir que la expropiación se plasmará en el reemplazo de Repsol por otras empresas, tan preocupadas por maximizar su rentabilidad como la compañía española. ¿Qué garantiza que no se repetirá el grado de rapiña realizado por Repsol? Los neo patriotas sostiene que el 51% de control del paquete accionario por el Estado es esa garantía. Sin embargo, cabe decir que se trata del mismo Estado que impulsó la llegada de Repsol a YPF y que no hizo nada por evitar la depredación de los recursos energéticos por parte de la compañía española. 

En síntesis, la expropiación de YPF supone el reemplazo de Repsol por otras compañías y el reconocimiento de parte del Estado de que una de sus funciones esenciales es proporcionar petróleo y gas barato para que los capitalistas de las distintas ramas de la producción puedan mantener su nivel de ganancia. El Estado, lejos de ser el representante de los intereses de "todos" (o de toda la sociedad), se presenta como el representante de los intereses generales de la clase capitalista. Pero esto último será el tema del siguiente artículo.

Mataderos, domingo 22 de abril de 2012



miércoles, 18 de abril de 2012

ZONCERAS ARGENTINAS: LA EXPROPIACIÓN DE YPF (I)

 "La unica verdad es la realidad"
Juan Domingo Perón

"Las ideas de la clase dominante son 
las ideas dominantes en cada época."
Karl Marx


Hay palabras cuya sola mención despierta en quien las escucha sentimientos y pasiones especialmente intensos. Este es el caso de sustantivos como "soberanía", "independencia", o adjetivos como "nacional", "popular". Su profusa utilización, su ubicación estratégica en una discusión, tiene, en muchos casos, el objetivo de cerrarle la boca al adversario, pues sólo un loco o un cipayo se atrevería a estar en contra de medidas que promueven la "independencia" del pais o que tienen carácter "nacional y popular". ¿Qué este procedimiento es deshonesto? Más vale, pero estamos hablando de política, y en política, como en el fútbol, suelen valer más los triunfos que los medios empleados para obtener esos triunfos.

Ante el anuncio hecho por el gobierno de Cristina Fernández de la expropiación de la gran mayoría de las acciones de YPF pertenecientes a Repsol, se ha hecho uso y abuso del procedimiento indicado en el párrafo anterior. No es que la medida haya provocado una fuerte oposición. Todo lo contrario. El entusiasmo provocado por las palabras embriagó a quienes las pronunciaban.

Gobernadores acostumbrados a hacer genuflexiones diarias tanto ante los poderes terrenales (y no me refiero precisamente a la voluntad popular) como frente a los poderes divinos (pienso, por ejemplo, en el valiente gobernador de Salta, Urtubey, y la santa madre iglesia), sintieron de golpe el toque de la historia y se lanzaron de lleno al terreno de la epopeya. 

Funcionarios acostumbrados a compartir desayunos, almuerzos y cenas con los directivos de Repsol, decidieron patrióticamente cambiar de menú y pasarse al bando de los cocineros argentinos.

Senadores y diputados, cuya amplitud ideológica sólo se iguala a su habilidad para adaptarse a los hábitats cambiantes de la política nacional, pasaron a aplaudir el "modelo de desarrollo económico con inclusión", luego de su fervor juvenil por la "economía social de mercado".

Por supuesto, ninguna de estas conductas merece nuestro reproche. La correlación de fuerzas desfavorable, la vocación de servicio, el aprendizaje por ensayo y error, el espíritu de sacrificio, la construcción de poder, la ingesta de sapos, los vericuetos de la práctica transformadora, la causa nacional y popular que persiste más allá de las mujeres y hombres que negocian y se embarran, todo ello (y mucho más) sirve para justificar la conducta de nuestros próceres modernos. Además, ellos, que están libres de la vanidad de la falsa modestia, se encargan de recordarnos a diario sus muchos méritos en las gestas pasadas, presentes y futuras.

Para dar mayor lustre a las hazañas de nuestros héroes hemos decidido hacer un poco de historia. Es cierto que los hechos narrados pueden parecer grotescos para algunos lectores poco sensibles ante los sacrificios patrióticos, pero nadie puede dudar de que todos los actores que intervienen aquí están plagados de buenas intenciones. 

En 1989 la hiperinflación terminó por demoler al gobierno de Alfonsín. No era un momento para tibios. El PJ, encabezado por el entonces flamante presidente y actual senador por la provincia de La Rioja, Carlos Saúl Menem, decidió aplicar una política neoliberal basada en las privatizaciones de las empresas públicas, la apertura de la economía (que pulverizó a buena parte de la industria nacional), la flexibilización laboral y el endeudamiento externo. Esta política fue la respuesta a una relación de fuerzas desfavorable, que exigía coraje patriótico (léase vender por chirolas el patrimonio estatal). La privatización de YPF fue uno de los platos fuertes de esta política. El acto de valentía del por entonces presidente Menem tuvo efectos devastadores para el país: pueblos, ciudades y regiones enteras vieron desaparecer la principal fuente de actividad económica (como fue el caso de Tartagal, Cutral-Có, etc.). La empresa fue vendida a precio vil , para el regocijo de los bolsillos de las empresas a quienes les interesaba el (patrimonio) del país.

La magnitud del desastre no amilanó a nuestros héroes. Es en las situaciones de peligro cuando se ve la madera de que están hechos los hombres. En su segunda presidencia, Menem decidió profundizar el modelo y en 1998 se vendió la mayor parte del remanente de acciones de la empresa que quedaban en manos del Estado; Repsol pasó a controlar plenamente la empresa. Liberada de la ineficiencia estatal, YPF era ahora una empresa moderna.

La crisis de 2001, el descalabro subsiguiente y la recuperación posterior no modificaron la actitud de los patriotas (de los antiguos y de los modernos). Repsol siguió prosperando bajo las presidencias de Néstor Kirchner y de Cristina Fernández, quienes habían formando en las filas de los que habían apoyado el acto de coraje del presidente Menem al privatizar YPF. Es posible que tanto Néstor como Cristina hayan estado profundamente en desacuerdo con la política del presidente Menem durante los '90; de ser así, durante esa década ambos protagonizaron una epopeya silenciosa. Nada dijeron ni hicieron en contra de la privatización. Pero no existe razón para dudar de su identificación con lo nacional y popular.

A mediados de la primera década del siglo XXI, en medio de un proceso de fuerte crecimiento económico, los patriotas decidieron que era el momento de darle una oportunidad a la "burguesía nacional". A finales de 2007, el grupo Petersen, liderado por el empresario argentino Enrique Eskenazi, "compró" el 14,9% del paquete accionario de YPF SA. La palabra compró está entrecomillada porque el grupo no puso un peso propio en la compra, sino que hizo la operación por medio de un préstamo que le hizo Repsol sobre dividendos futuros. Aquí la gesta adquiere perfiles tragicómicos. El grupo Petersen, supuesto representante de la supuesta "burguesía nacional", que supuestamente iba a dinamizar la producción de la empresa, dada su preocupación por el interés nacional, debutó en la empresa corriendo riesgo cero. ¡Pavada de emprendedorismo! Pero no podemos dudar de las patrióticas intenciones de Néstor y Cristina, que fogonearon el ingreso de dicho grupo en la empresa.

Como era de suponerse, el grotesco de Eskenazi no modificó un ápice la conducta cada vez más rapiñera de Repsol. A pesar de ello, la empresa seguía siendo elogiada por las autoridades (de la presidenta para abajo). 


Por el momento dejamos  en suspenso la continuidad de esta nota. Pero antes cabe hacer un breve comentario. Si algo queda de toda esta historia, es que resulta improcedente hablar de patriotismo, de gestas y otras yerbas en esta cuestión de YPF. No se trata de un prejuicio nuestro, sino de la evaluación de la conducta misma de los actores del sainete. Patriotas que en un momento votaron la privatización de la empresa y en otro momento decidieron expropiar a la empresa que ganó la privatización pueden ser muchas cosas, pero no son seres que actúan por impulsos patrióticos ni nada por el estilo. Si así lo fuera, sus convicciones serían extremadamente volubles. A nuestro entender, las causas de la actual expropiación tienen que ser buscadas en otro lado.


Carlos Saúl Menem, presidente cuando YPF fue privatizada y actual senador por la provincia de La Rioja, ¿votará a favor de la expropiación? De ser así, ¿será nuestro nuevo prócer, con un lugar asegurado en el panteón de los patriotas latinoamericanos? En todo caso, su voto afirmativo sería un acto de justicia poética.

Buenos Aires, miércoles 18 de abril de 2012

domingo, 15 de abril de 2012

LA TEORÍA DE LA IDEOLOGÍA




Nada nuevo bajo el sol. Este texto es la versión reducida y corregida de un artículo más extenso publicado en este blog: La teoría de la ideología y los problemas epistemológicos de las ciencias sociales


1. Introducción.

En la actualidad, el uso de la palabra “ideología” se ha difundido tanto que es empleado con la misma despreocupada facilidad por políticos y periodistas, animadores de televisión y funcionarios eclesiásticos, científicos sociales y señoras que ofician de “animadoras” en almuerzos televisados. Su omnipresencia es tal que podríamos decir, parafraseando al viejo Manifiesto comunista, que “un fantasma recorre el mundo: el fantasma de la ideología”[1].

En principio, no hay nada malo en la utilización masiva de un término surgido en el ámbito de la teoría social. En una sociedad democrática el conocimiento no debe ser patrimonio de una minoría, sino que tiene que ser considerado un bien social. El problema radica en que la inmensa mayoría de los usuarios de la palabra en cuestión ignoran tanto su significado original como sus desarrollos posteriores. En pocas palabras, reducen un cuerpo teórico complejo y multifacético a una caricatura que sirve para todo servicio menos para arrojar luz sobre el funcionamiento de la sociedad.

El uso actual del término “ideología” se caracteriza por el sentido peyorativo que se le otorga a la expresión. Cuando se quiere refutar una opinión sobre cualquier tema sin tomarse el trabajo de analizarla en profundidad, se le cuelga inmediatamente el rótulo de “ideológica” y asunto terminado. Para entender este proceder hay que tener presente que el ámbito cultural de las últimas décadas se ha caracterizado por la hegemonía de dos corrientes de pensamiento convergentes y cuyos efectos se refuerzan entre sí: de un lado, la convicción de que existen ciertas certezas indiscutibles sobre el funcionamiento de la sociedad (generalmente proporcionadas por la economía académica), y que sólo ellas merecen ser calificadas como “ciencia”; por otro lado, la tendencia a suscribir la convicción de que todo debate sobre cuestiones sociales conduce a disputas interminables y estériles. En este contexto, la “ideología” resulta un recurso cómodo para clausurar toda discusión, con el agregado de que “el resto no es silencio”, como escribió el viejo William, sino “ruido comunicacional”.

Ahora bien, hacer ciencia supone ir más allá de lo aceptado convencionalmente, sacando a la luz todo aquello que está oscurecido por las apariencias. Es por esto que en este artículo abordamos algunos momentos de la historia de la teoría de la ideología, para demostrar que el modo y el sentido en que se emplea actualmente el término representan un empobrecimiento fenomenal de una de las áreas más fructíferas de la teoría social. El autor aclara desde ya que el objetivo principal de este trabajo no es hacer una historia del concepto de ideología. Las referencias históricas sirven aquí de apoyo a una tarea que consideramos más importante, esto es, el dar cuenta de la relevancia de la teoría de la ideología para la comprensión de algunos de los problemas fundamentales de las ciencias sociales.

Uno de los principales obstáculos que enfrenta la teoría social consiste en la evidencia misma de lo social, en el hecho de que somos parte de la sociedad, de que nuestra vida se desenvuelve íntegramente en su interior y que nosotros mismos formulamos constantemente explicaciones acerca de nuestras actividades en ella[2]. De este modo, lo social se naturaliza, convirtiéndose en un obstáculo epistemológico[3] para el conocimiento científico de la sociedad. La teoría de la ideología, al indagar en torno a las condiciones y a los mecanismos que posibilitan el surgimiento de nuestras creencias e ideas sobre la sociedad, puede jugar un papel significativo en la desnaturalización de aquello que damos por evidente. En este sentido, y más allá de todo lo que dice positivamente sobre la naturaleza de lo social, la teoría de la ideología desempeña un papel análogo al de la duda sistemática en la filosofía cartesiana. Así, al preguntar por el origen de todas nuestras ideas y creencias, la teoría de la ideología se convierte (o puede convertirse) en un formidable instrumento desmitificador, lo cual no es poca cosa en estos tiempos que corren, en los que defensores de los intereses privados más egoístas se presentan a sí mismos como los defensores más desinteresados del interés general.
Es por lo expuesto en el párrafo anterior que pensamos que la teoría de la ideología permite comprender mejor los obstáculos con que se encuentra el conocimiento en el ámbito de las ciencias sociales. Su estudio constituye, por tanto, una obligación para la epistemología de las ciencias sociales, independientemente de que, por cierto, la teoría de la ideología aborda un campo de problemas que abarca tanto cuestiones de índole epistemológica como áreas estrictamente “sociológicas”. Hecha esta observación, hay que aclarar que vamos a concentrarnos, en especial, en las implicaciones epistemológicas de la teoría de la ideología. Todas las referencias al campo de la teoría sociológica son a título ilustrativo y no tienen pretensiones de exhaustividad ni de profundidad.

Antes de proseguir, hay que hacer una aclaración importante. En los párrafos precedentes se ha hablado de “teoría de la ideología” y no de “ideología”. La distinción es relevante. Si se afirma que la “ideología” es sólo un concepto que describe un fenómeno dado, se pierde de vista que la misma es un cuerpo teórico que intenta dar cuenta tanto del origen de las ideas como del papel que juegan éstas en la sociedad, lo cual lleva a perder de vista el todo social. En cambio, la ideología como teoría remite a una concepción holista de la sociedad, que lleva inevitablemente a enfrentar el problema de la totalidad social[4]. Como quiera que sea, corresponde indicar que, al utilizar el término “teoría de la ideología” en singular, de ningún modo se ha pretendido afirmar que existe una teoría homogénea de la ideología, capaz de encerrar en su seno a todas las teorías que se han formulado acerca de ella. Como en los demás ámbitos de las ciencias sociales, la multiplicidad de posturas teóricas no implica solamente el reconocimiento de la necesidad de abordar el estudio de los fenómenos sociales recurriendo a una batería de herramientas conceptuales, dada la esencial riqueza de la vida social. A esta altura del desarrollo de las ciencias sociales, resulta obvio que los abordajes monocausales terminan por generar análisis insípidos de lo social, que carecen de utilidad teórica y práctica. Sin embargo, no es aquí adonde se apunta. La referencia simultánea a la teoría de las ideas como si se tratara de un todo constituido plenamente y a la variedad de teorías formuladas en torno de la ideología intenta destacar, sobre todo, la riqueza del campo de estudio, que de ninguna manera se halla cerrado ni cristalizado. Esto no implica afirmar que todas las teorías sobre la ideología tengan el mismo valor, y el autor piensa que esto último ha sido mostrado con creces en el texto. 

La teoría de la ideología es un punto de encuentro no sólo de múltiples perspectivas teóricas, sino de algunos de los problemas fundamentales de la epistemología de las ciencias sociales. Así, los debates que se dan en el campo de los estudios de la ideología se refieren a la relación entre objetividad científica y práctica política, a la cuestión de la autonomía de las ideas y a la importancia de la práctica para precisar la certeza de las concepciones teóricas, a la posibilidad misma de un conocimiento absoluto y al peligro del relativismo a ultranza. De esto se deriva la importancia que tiene la teoría de la ideología en las ciencias sociales, y permite explicar en parte la inflación de estudios sobre cuestiones ideológicas que se ha verificado en las últimas décadas.

Para orientarnos entre la maraña de concepciones sobre la ideología es preciso tener en cuenta algunas cuestiones significativas. Muchas de ellas presentan dos características comunes: a) la tendencia a sobrevalorar el papel de las ideas (o, en términos más generales, de lo simbólico) tanto en la construcción como en la cohesión de la sociedad, a punto tal que puede decirse que para algunos autores hay sociedad en la medida en que hay ideología; b) la propensión a sobreestimar el papel de los intelectuales, de la cultura escrita, de la escuela, de los medios de comunicación, en la conformación de la ideología, desarrollando así una concepción puramente idealista de la ideología, que deja de lado el papel de los demás aspectos de la vida cotidiana, marcados sobre todo por la participación diferencial de los individuos en el proceso de trabajo, en la generación de distintas ideologías acerca de la sociedad. Justamente, si se quiere discutir la tesis que hace de la ideología “una falsa conciencia”, es preciso relativizar (y precisar) el rol que desempeñan los intelectuales en el desarrollo de los sistemas ideológicos. Max Horkheimer (1895-1973) señaló que uno de los efectos fundamentales de la teoría de la ideología en las ciencias sociales fue la refutación de las tesis que defendían la independencia de las ideas respecto a la vida material[5]. Dicha crítica es todavía más importante en la actualidad, puesto que la expansión cuantitativa y cualitativa de los medios de comunicación ha creado una serie de formidables herramientas para la difusión de ideas de todo tipo y pelaje. En este contexto, la vieja concepción de la ideología como “falsa conciencia” adopta cada vez más la forma de creencia en la manipulación ideológica que llevarían a cabo los medios masivos de comunicación social, complementada con todo un rosario de teorías conspirativas de la historia.

Por último, y para terminar estas breves reflexiones sobre la importancia de la teoría de los fenómenos ideológicos, hay que decir que la misma pone en debate el concepto de objetividad en ciencias sociales, permitiendo tomar recaudos contra la solapada utilización política de las teorías científicas. Asimismo, precisa los términos y los límites de la discusión sobre el relativismo y los valores absolutos en ciencias sociales.

Este trabajo tiene la siguiente estructura: en el segundo apartado se hace una presentación de momentos significativos de la historia de la teoría de la ideología, procurando conectar el desarrollo de la teoría con algunos de los problemas centrales de la teoría social. En el tercer apartado se discute el papel de la ideología como elemento de cohesión social. En el cuarto apartado se examina la posición que ocupa la teoría de la ideología en el longevo debate acerca de la objetividad de las ciencias sociales, dedicando especial atención a la cuestión del relativismo. Finalmente, en las conclusiones se intenta fijar la posición de la teoría de la ideología en el complejo panorama de las ciencias sociales actuales.

2. La historia de la teoría de la ideología[6].

Como se dijo más arriba, este trabajo no tiene el propósito de realizar una historia exhaustiva de la teoría de la ideología. Es por esto que el criterio adoptado ha sido el de seleccionar aquellos aportes que, a nuestro juicio, muestran de manera acabada la relevancia de dicha teoría para las ciencias sociales en general, y para la epistemología de las ciencias sociales en particular. El lector atento podrá observar que en este recorrido se han dejado de lado aportes importantes, como los de Max Weber (1864-1920), Michel Foucault (1926-1984) y Pierre Bourdieu (1930-2002). También se han dejado de lado corrientes tales como la sociología del conocimiento y apenas se han tratado autores fundamentales como Georg Lukács (1885-1971 y Antonio Gramsci (1891-1937). El criterio de selección adoptado ha consistido en tomar aquellos autores que permiten explicar mejor la relación entre la ideología y las temáticas de la epistemología de las ciencias sociales elegidas aquí.

2.1. Destutt de Tracy, los “ideólogos” y el origen de la “ideología”.

La historia moderna de la teoría de la ideología tiene su origen en el grupo de intelectuales que recibió la denominación de “ideólogos”, cuya figura más importante fue el filósofo francés Antoine-Louis-Claude Destutt de Tracy (1754-1836)[7]. Destutt formó parte del pensamiento de la Ilustración y participó en la Revolución Francesa. Los comienzos de la reflexión sobre la ideología se entroncan, pues, con la corriente filosófica que sirvió de base teórica a los revolucionarios franceses. Si bien se carece aquí de espacio suficiente para desarrollar, aunque sea esquemáticamente, las líneas principales de la filosofía iluminista, es preciso hacer unas pocas indicaciones para la mejor comprensión del surgimiento del proyecto de los “ideólogos”. 

Los filósofos de la Ilustración pensaban que la organización social existente (el llamado Ancient Régime) no respondía a los criterios de la razón y, por este motivo, sometía a los seres humanos a la esclavitud y a la ignorancia. Dado que se trataba de una sociedad irracional, dicha forma social tenía que ser reemplazada por otra que estuviera acorde con los dictados de la razón; si las instituciones sociales se volvían racionales, entonces, las personas podrían desarrollarse plenamente y en libertad. Para lograr este propósito, los filósofos iluministas confiaban en la capacidad de la razón humana para transformar la sociedad. La razón era concebida como la herramienta privilegiada de la transformación social y política. Rousseau (1712-1778), en su obra Del contrato social (1762), escribió:

“El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado. Hay quien se cree amo de los demás, cuando no deja de ser más esclavo que ellos. ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión.
Si no considerara más que la fuerza y el efecto que de ella deriva, yo diría: mientras un pueblo esté obligado a obedecer y obedezca, hace bien; tan pronto como pueda sacudir el yugo y lo sacuda, hace aún mejor; porque al recobrar su libertad por el mismo derecho que se la arrebató, o tiene razón al recuperarla, o no la tenían al quitársela. Más el orden social es un derecho sagrado, que sirve de base a todos los demás. Sin embargo, tal derecho no viene de la naturaleza: está, pues, basado en las convenciones. Se trata de saber cuáles son esas convenciones.” (Rousseau, 2000: 26).

El grupo de los “ideólogos” retomó el pensamiento ilustrado y lo aplicó al campo particular del estudio de las ideas. Su propósito declarado era elaborar una “ciencia de las ideas”, que fuera capaz de reconstruir los mecanismos por medio de los cuales éstas surgían, y que estuviera en condiciones de formular planes precisos para la reforma de las ideas. Puesto que para los filósofos ilustrados la razón era el centro organizador de toda la vida social, era coherente la actitud adoptada por los “ideólogos”, que se proponían crear una reflexión de carácter científico sobre la cuestión que permitía entender las instituciones adoptadas por una sociedad particular. Sólo a través del conocimiento de las ideas podía ponerse en marcha un proceso de transformación de la sociedad sobre bases seguras, sin caer en los “excesos” cometidos por los jacobinos durante el Terror de 1793-1794. La teoría de la ideología tuvo su origen en un propósito directamente político, y se imbricó con el vasto proyecto de cambio social que llevó adelante la Revolución Francesa.

Llegados a este punto, corresponde hacer una aclaración importante para entender mejor el carácter y el contenido de la teoría de los “ideólogos”. Como muchos intelectuales que hicieron carrera luego de la caída de Robespierre (1758-1794) y los jacobinos, Destutt y su grupo aborrecían el Terror como herramienta política. Los “ideólogos” deseaban la instauración de un régimen político estable, que conjugara el crecimiento económico (en el marco de la defensa de la propiedad privada y la libertad de comercio), con las libertades civiles y políticas proclamadas en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789). En tanto fieles discípulos del Iluminismo, pensaban que las falencias de la sociedad eran ocasionadas por la puesta en práctica de concepciones erróneas (“irracionales”) acerca de la naturaleza de la sociedad y los seres humanos; en otras palabras, el “mal” de la sociedad se hallaba en las ideas que servían de fundamentos a las instituciones. De esto derivaban, como se dijo más arriba, la necesidad de una “ciencia de las ideas”, que proporcionaría las reglas de gobierno para evitar caer otra vez tanto en la barbarie del Ancient Régime como en la irracionalidad del Terror jacobino:

“Para que hombres y mujeres se gobernasen verdaderamente a sí mismos, primero había que examinar pacientemente las leyes de la naturaleza (…) Dado que toda ciencia se basa en ideas, la ideología debía sustituir a la teología como la reina suprema, garantizando su unidad. Reconstruiría la política, la economía y la ética desde la raíz, pasando desde los más simples procesos de la sensación hasta las más altas regiones del espíritu. Por ejemplo, la propiedad privada se basa en una distinción entre «tuyo» y «mío» que a su vez puede remontarse a una oposición perceptiva fundamental entre «tú» y «yo».” (Eagleton, 1997: 97).

Destutt y los “ideólogos” no se quedaron en el plano de las investigaciones científicas. Por el contrario, pugnaron por ocupar posiciones de poder en el nuevo sistema educativo francés, surgido de la Revolución, para influir en la elaboración de los planes de estudios de las nuevas escuelas[8]. Equipados con la flamante “ciencia de las ideas”, los “ideólogos” creían poder impulsar una reforma cultural que estabilizara el régimen social y político derivado de la Revolución Francesa.

En un primer momento, los “ideólogos” contaron con el apoyo de Napoleón Bonaparte (1769-1821), cuya carrera política se hallaba en ascenso en la última mitad de la década de 1790. En esta época, Destutt acuñó el término “ideología”[9]. Sin embargo, el proyecto de los “ideólogos” naufragó ni bien Napoleón llegó a la cima del poder. Paradójicamente, así como las razones que llevaron a la construcción de la “ciencia de las ideas” fueron de carácter político, también las causas de su eclipse momentáneo tuvieron esta índole.

Napoleón, en tanto político práctico, comprendió rápidamente que la “ciencia de las ideas” era una herramienta de doble filo, pues al poner en cuestión todas las ideas y remontarse hasta su origen, tendía a eliminar el carácter “sagrado” de la jerarquía social. Napoleón expuso así sus reparos contra la tarea de los “ideólogos”:

“Todos los infortunios de Francia deben ser atribuidos a la ideología, a esa tenebrosa metafísica que, buscando con sutileza las causas primeras, quiere fundar sobre esas bases la legislación de los pueblos, en lugar de adecuar las leyes al conocimiento del corazón humano y a las lecciones de la historia. ¿Quién ha proclamado el principio de insurrección como un deber? ¿Quién ha adulado al pueblo proclamando para él una soberanía que era incapaz de ejercer? ¿Quién ha destruido la santidad y el respeto de las leyes, haciéndolas depender no de principios sagrados de la justicia, de la naturaleza de las cosas y de la justicia civil, sino solamente de la voluntad de una asamblea compuesta por hombres ajenos al conocimiento de las leyes civiles, criminales, administrativas, políticas y militares? Cuando nos vemos llamados a regenerar un Estado, lo que hay que seguir son los principios constantemente opuestos.” (Napoleón citado en Capdevila, 2006: 32).

Más allá de las exageraciones (los “ideólogos” tenían tanto interés como Napoleón en el mantenimiento del orden existente), el argumento napoleónico es interesante, porque marca los límites que van a tener las ciencias sociales en su análisis de la sociedad capitalista que estaba surgiendo de los movimientos convergentes de la Revolución Industrial y la Revolución Francesa. Con precisión, Napoleón plantea que la tarea de los que se dedican al estudio de la sociedad tiene que consistir en desarrollar una técnica para gobernar, la cual debe respetar las creencias en la jerarquía y en el orden establecido. Si los “ideólogos” se preguntaban por el origen de las ideas que dan estabilidad y coherencia al orden establecido, se corre el riesgo de poner al descubierto los mecanismos de dominación, y lo último que tienen que hacer las ciencias sociales en la sociedad moderna es mostrar que “el príncipe está desnudo” y que los derechos y libertades conviven con una realidad marcada por la explotación en el nivel de las relaciones económicas. Actuando desde un punto de vista práctico, Napoleón llegó a percibir el gran inconveniente que presenta la teoría de la ideología para los sectores que tienen el poder en la sociedad. De manera que Napoleón decidió cortar por lo sano y en 1802 cerró la división de Ciencias Morales y Políticas del Instituto, disgregando a los “ideólogos”. Destutt prosiguió su tarea (en 1801 apareció el primer volumen de su Projet d’éléments d’idéologie), pero la “ciencia de la ideología”, perdido el apoyo oficial, cayó rápidamente en desuso.

La condena napoleónica generó una valoración negativa de la “ciencia de las ideas”, que pasó a ser concebida como una teoría “metafísica”, que tendía a reemplazar el estudio de los hechos empíricos por “realidades” que se encontraban más allá de los sentidos de los mortales. En pocas palabras, la “ideología” fue equiparada a un conocimiento inútil y abstracto, que carecía de entidad práctica. Esta concepción negativa (peyorativa) de la ideología tuvo tanta difusión que, en 1845-46, Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895), dedicados a la tarea de criticar las posiciones filosóficas de los Jóvenes Hegelianos[10], le endilgaron a éstas el calificativo de “ideología alemana”. Ahora bien, la fuerza y la difusión de la concepción negativa de la “ciencia de las ideas”, ocultaron los aspectos positivos de la misma. La “ideología”, tal como la pensaban los “ideólogos”, era una disciplina científica cuyo objeto consistía en establecer el origen y desarrollo de las ideas, sin partir de ninguna tesis “metafísica” y sin aludir a ningún fundamento trascendente de las mismas. En este sentido, la “ciencia de las ideas” representaba un golpe mortal a la creencia en la autonomía absoluta de las ideas, al idealismo filosófico y a la naturalización de lo existente. Esto ubicaba a la “ideología” en los límites mismos de las ciencias sociales modernas, que fueron construidas en el marco de la expansión de las relaciones sociales capitalistas en los siglos XVIII y XIX.

2.2. Marx y la teoría de la ideología como “falsa conciencia”.

Como hemos visto al referirnos a la teoría de la ideología elaborada por Destutt y los “ideólogos”, la “ciencia de las ideas” surgió como consecuencia de los problemas del ámbito político. De ningún modo se trató de un desarrollo teórico motivado por un mero interés académico, ni de un cuerpo de ideas alejado de los problemas concretos de la sociedad.

Luego de los ataques de Napoleón, la teoría de la ideología sólo volvió a “reaparecer” en las obras de Marx y Engels de mediados de la década de 1840, conservando por cierto la línea de una relación estrecha entre la formulación de la teoría y la política. Hay que decir que hablar de “reaparición” no significa sostener que Marx y Engels retomaron la teoría de la ideología tal como la habían formulado los “ideólogos”, sino que volvieron a plantear, sobre bases filosóficas muy distintas a las de Destutt, la cuestión del origen de las ideas y su papel en la sociedad.

Para los fines de este trabajo vamos a concentrarnos en la teoría de las ideas tal como aparece en La ideología alemana[11]. Antes que nada, hay que comenzar diciendo que se trata de la primera obra en que Marx y Engels presentan los grandes lineamientos de su concepción de la sociedad (conocida habitualmente como materialismo histórico o concepción materialista de la historia). Marx y Engels discuten con los Jóvenes Hegelianos a lo largo del texto; para estos discípulos de izquierda de Hegel (1770-1831) las ideas constituían el motor del desarrollo social. La crítica de Marx y Engels iba dirigida, por tanto, contra el idealismo subyacente en esta concepción; corresponde acotar que la teoría de la ideología y las tesis sobre la centralidad del proceso de trabajo constituyen las armas principales esgrimidas por Marx y Engels. A continuación desarrollaremos qué tipo de uso hacen de los mismos.

En el momento de redactar La ideología alemana, Marx y Engels se hallaban en la etapa final de un proceso de transición que los llevó desde el liberalismo y la filosofía hegeliana, hacia el socialismo. La impotencia política del liberalismo alemán (al cual adherían los Jóvenes Hegelianos) los había conducido, por caminos diferentes pero convergentes, a buscar nuevos senderos teóricos. La crítica de la filosofía hegeliana y del liberalismo había llevado a Marx hacia el terreno de la economía política, y la lectura de los clásicos de esta disciplina (Smith, Ricardo, etc.) lo había convencido de que el proceso de producción ocupaba un lugar prominente en la sociedad. Ubicarse en el nivel de la producción llevó a Marx a considerar los problemas filosóficos desde otra perspectiva, rechazando el idealismo hegeliano: si los seres humanos éramos lo que hacíamos (y cómo lo hacíamos), y sólo de manera secundaria éramos lo que pensábamos, estaba claro el porqué Marx se sintió obligado a revisar sus concepciones sobre el origen de las ideas. En este punto, el problema gnoseológico era un problema político. Aquí aparece la teoría de la ideología en el materialismo histórico.


Si se admite la preeminencia de la producción material en la conformación del carácter de los seres humanos y de la sociedad, se sigue de ello que dicha producción tiene que ejercer una fuerte influencia sobre las ideas producidas por las personas (que pueden ser pensadas, en el límite, como un reflejo de lo que sucede en el mundo). Ahora bien, en La ideología alemana, Marx y Engels utilizan la tesis del reflejo para describir el surgimiento de la ideología, con el agregado de que lo específico de la ideología consiste en invertir la relación “normal” entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. En otros términos, la ideología invierte la relación existente entre los hombres y sus representaciones. En un pasaje muy conocido, Marx y Engels utilizan la metáfora de la cámara oscura para mostrar cómo funciona la ideología:

“Los hombres son los productores de sus representaciones, de sus ideas, etc., pero los hombres reales y actuantes, tal y como se hallan condicionados por un determinado desarrollo de sus fuerzas productivas y por el intercambio que a él corresponde, hasta llegar a sus formaciones más amplias. La conciencia no puede ser nunca otra cosa que el ser consciente, y el ser de los hombres es su proceso de vida real. Y si en toda la ideología los hombres y sus relaciones aparecen invertidos como en una cámara oscura, este fenómeno responde a un proceso histórico de vida, como la inversión de los objetos al proyectarse sobre la retina responde a un proceso de vida directamente físico.” (Marx y Engels, 1985: 26).

La ideología es, por tanto, el reflejo deformado de las relaciones sociales existentes. La deformación consiste en invertir el orden existente en la realidad, presentando a las personas en una posición de subordinación frente a las representaciones de los fenómenos sociales, que son las que parecen dominar todo el proceso de constitución de las ideas sobre el mundo natural y social. La ideología, que es una creación de los seres humanos en condiciones históricas y sociales determinadas, se transforma en el elemento central y determinante del proceso social. Desde esta perspectiva, son las ideas las que hacen la historia, y no los hombres que producen su propia existencia y la de las ideas, como argumentan Marx y Engels:

“Esta concepción de la historia [la defendida por Marx y Engels] consiste, pues, en exponer el proceso real de producción, partiendo para ello de la producción material de la vida inmediata, y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases, como el fundamento de toda la historia, presentándola en su acción en cuanto Estado, y explicando en base a ella todos los diversos productos teóricos y formas de la conciencia, la religión, la filosofía, la moral, etc., así como estudiando a partir de esas premisas su proceso de nacimiento, lo que, naturalmente, permitirá exponer las cosas en su totalidad (y también, por ello mismo, la acción recíproca entre estos diversos aspectos).” (Marx y Engels, 1985: 40).

Por su simplicidad, esta tesis del reflejo deformado recuerda los planteos del viejo empirismo, adoptado posteriormente por los filósofos de la Ilustración. Como dijimos, la ideología refleja de modo deformado las relaciones reales de los individuos. Esta deformación hace que las personas tengan una “falsa conciencia” (conciencia deformada) de la sociedad y de la posición que ocupan en ella. La teoría de la ideología como conciencia deformada presenta puntos de contacto con la concepción negativa de la ideología, que fuera formulada por Napoleón en ocasión de su crítica a los ideólogos. Si se sigue al pie de la letra la tesis del reflejo, es muy difícil explicar tanto la persistencia misma de las representaciones ideológicas (pues parecería que la simple enunciación de la verdad sobre las relaciones sociales bastaría para tornar innecesaria a la ideología), como el surgimiento de la ciencia en tanto actividad cuyo objetivo es la búsqueda de la verdad y no la elaboración de una “falsa conciencia” acerca de la realidad.

Por su simplicidad, esta tesis recuerda los planteos del viejo empirismo, adoptados posteriormente por los filósofos de la Ilustración. Pero hay una diferencia significativa. La ideología refleja de modo deformado las relaciones reales de los individuos. Esta deformación tiene su origen en las características mismas de la vida social y hace que las personas tengan una “falsa conciencia” (conciencia deformada) de la sociedad y de la posición que ocupan en ella. La teoría de la ideología como reflejo deformado presenta puntos de contacto con la ya mencionada concepción negativa de la ideología, que Napoleón endosó a los “ideólogos”. Si se sigue al pie de la letra la tesis del reflejo, es muy difícil explicar tanto la persistencia misma del fenómeno ideológico (parecería que la simple enunciación de la verdad sobre las relaciones sociales bastaría para tornarla innecesaria), como el surgimiento de la ciencia en tanto actividad cuyo objetivo es la búsqueda de la verdad y no la elaboración de una “falsa conciencia” acerca de la realidad.

Ahora bien, la tesis de la ideología como reflejo se complementa con la famosa tesis de la ideología dominante:

“Las ideas de la clase dominante son las ideas dominantes en cada época; o, dicho en otros términos, la clase que ejerce el poder material dominante en la sociedad es, al mismo tiempo, su poder espiritual dominante. La clase que tiene a su disposición los medios para la producción material dispone con ello, al mismo tiempo, de los medios para la producción espiritual, lo que hace que se le sometan, al propio tiempo, por término medio, las ideas de quienes carecen de los medios necesarios para producir espiritualmente. Las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes, las mismas relaciones materiales dominantes concebidas como ideas; por tanto, las relaciones que hacen de una determinada clase la clase dominante son también las que confieren el papel dominante a sus ideas.” (Marx, 1985: 50-51)[12].

En el pasaje citado, Marx sostiene que la base efectiva de la ideología se encuentra en la organización de la sociedad, más concretamente, en la manera en que se encuentra distribuido el poder social. Si bien esta posición se encuentra dentro de los marcos de la tesis del reflejo, hay que decir que constituye un desarrollo fructífero pues, por un lado, al reconocer que en la sociedad capitalista existe una ideología dominante (que es la de la  clase capitalista), afirma implícitamente que existen otras ideologías, que son las de las clases explotadas. Este punto es fundamental para pensar teóricamente la posibilidad misma de una contrahegemonía que se oponga a las relaciones capitalistas. Por otro lado, Marx enfatiza en el pasaje citado la relación existente entre la ideología y los medios de producción intelectual; en otras palabras, la ideología en tanto conjunto de ideas, no es meramente un producto de intelectuales, sino que requiere de ciertas condiciones materiales para su producción y reproducción. Esto prefigura la problemática de los medios de comunicación de masas, y permite comprender que la teoría de la ideología excede largamente el ámbito de las disciplinas científicas y de los intelectuales. La ideología es, entonces, un problema político no sólo por el contenido de las ideas mismas, sino por la disputa en torno a la propiedad y/o el control de los medios para producir ideas y para comunicarlas.

Marx también advierte sobre la existencia de una división del trabajo en el interior de la clase dominante en lo que hace a la cuestión de la ideología:

“La división del trabajo (…) se manifiesta también en el seno de la clase dominante como división del trabajo físico e intelectual, de tal modo que una parte de esta clase se revela como la que da sus pensadores (los ideólogos conceptivos activos de dicha clase, que hacen del crear la ilusión de esta clase acerca de sí misma su rama de alimentación fundamental), mientras que los demás adoptan ante estas ideas e ilusiones una actitud más bien pasiva y receptiva, ya que son en realidad los miembros activos de esta clase y disponen de poco tiempo para formarse ilusiones e ideas acerca de sí mimos.” (Marx, 1985: 51).

En el pasaje que acabamos de citar vuelve a manifestarse con claridad la tesis de la ideología como “falsa conciencia”. Los intelectuales de la clase dominante no están interesados en describir objetivamente la sociedad capitalista, sino en crear “ilusiones” para el consumo de la clase dominante y de las clases subordinadas. Si se adopta al pie de la letra esta posición, las ciencias sociales que se desarrollaron en el seno del capitalismo no serían otra cosa que mistificaciones de las relaciones capitalistas, producidas con el único objetivo de facilitar la dominación de la burguesía. Como se verá en el siguiente apartado de este trabajo, Marx modificó esta concepción en el Libro Primero de El capital, pasando a aceptar que, en ciertas condiciones, la economía política era efectivamente una ciencia, en tanto descripción objetiva de las relaciones económicas capitalistas.

Con independencia de las críticas que puedan hacerse tanto a la tesis del reflejo como a la tesis de la ideología dominante, corresponde decir que ambas contribuyen a plantear que las ideas no existen con independencia de la vida material. En este sentido, la teoría de la ideología de Marx y Engels en 1845, con todas sus deficiencias, marca una ruptura decisiva con el horizonte intelectual del idealismo alemán, pero, y esto no es menos importante, representa también el punto de partida para la construcción de una teoría social liberada de la metafísica y de la naturalización de las relaciones sociales. En la Ideología alemana, la concepción complementa entonces a la afirmación de la centralidad del proceso de producción.

La teoría de la ideología expuesta en manuscrito de 1845-1846 tuvo su continuación en la concepción de las vínculos entre las relaciones de producción y la superestructura ideológica expresada en la célebre metáfora edilicia, que se encuentra en el prólogo a la a la Contribución a la crítica de la economía política (1859). Marx sostiene allí que todas las formas ideológicas (filosofía, religión, derecho, etc.) están determinadas por el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. De este modo, los cambios en las fuerzas productivas obligan a la modificación de las relaciones de producción y de la superestructura ideológica[13]. En 1859, la persistencia de la teoría del reflejo se manifiesta en una concepción de la relación entre fuerzas productivas, relaciones de producción e ideología. No es este el lugar para exponer los inconvenientes de la metáfora edilicia adoptada por Marx en 1859. Basta con indicar que las interpretaciones mecanicistas y/o deterministas economicistas de la teoría de Marx tienen en ella su principal punto de apoyo, y que esto se deriva de la utilización de la concepción de la ideología como reflejo de las condiciones económicas[14].

2. 3. Marx: el fetichismo de la mercancía.

La concepción marxista de la ideología se vuelve más compleja en el Libro Primero de El capital (1867). La tesis de la ideología como reflejó había demostrado ser una solución muy problemática. De hecho, traducida a términos políticos (y la tarea científica de Marx, no puede separarse de su participación en el desarrollo del movimiento obrero y el socialismo), conducía a adoptar una actitud fatalista ante la realidad. En otras palabras, la acción política no podía transformar la sociedad, y tenía que limitarse a esperar y a sancionar los cambios ocurridos en el nivel de las fuerzas productivas[15]. Pero, además de esta cuestión, la concepción expuesta La ideología alemana se compaginaba mal con el énfasis puesto por Marx en la necesidad de estudiar a la sociedad como una totalidad. Tratar a la ideología como un mero reflejo suponía relegarla a un lugar secundario, muy lejos del nivel de las fuerzas productivas. El modelo resultante era el de una falsa totalidad, en el que sólo una instancia desempeñaba el papel verdaderamente activo[16].

Así las cosas, las investigaciones realizadas por Marx en el terreno de la economía lo llevaron a modificar su teoría de la ideología. El texto en que se encuentra esta nueva concepción es el apartado titulado “fetichismo de la mercancía”, y forma parte del Libro Primero de El capital[17]. Dada su riqueza conceptual, nos limitaremos a formular una síntesis esquemática de su contenido, sobre todo en lo hace a la teoría de la ideología. Cabe decir, antes de comenzar, que Marx no emplea el término “ideología” en dicho apartado.

En El capital, Marx no dice que la ideología (para ser más precisos, la forma en que nosotros pensamos los fenómenos económicos) sea un reflejo deformado de la realidad. Si esto fuera así, para disipar la “falsa conciencia” bastaría con difundir el conocimiento de cómo son las cosas en verdad; asumir esta posición supone admitir la existencia de una realidad que es en sí “transparente” a nuestro conocimiento, y que puede ser conocida ni bien se disipan las ilusiones que nos hemos forjado sobre ella. En El capital, Marx sale de la problemática de la ideología tal como había sido pensada hasta entonces. En pocas palabras, puede decirse que Marx efectúa el pasaje de una concepción filosófica (epistemológica) a una concepción sociológica de la ideología. 

El fetichismo de la mercancía es el nombre que a la forma específica que asumen las relaciones sociales en el capitalismo. Así, mientras que en el movimiento real son las personas las que llevan las mercancías al mercado, en la percepción de los individuos son las mercancías las que determinan dicho movimiento social. En otras palabras, las relaciones sociales aparecen cosificadas en la mente de las personas, que creen verdaderamente que es el mercado y las mercancías (las cosas) las que rigen el funcionamiento de la sociedad. Marx emplea el término “fetichismo”, pues las creaciones de los individuos (las mercancías) se separan del control de éstos, los someten a una lógica propia (la lógica de la mercancía) y termina por ser “adorados” (como si fueran fetiches) por sus propios creadores[18]. El pasaje en el que Marx desarrolla su concepción del fetichismo es el siguiente:

“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo como los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles o sociales. De modo análogo, la impresión luminosa de una cosa sobre el nervio óptico no se presenta como excitación subjetiva de ese nervio, sino como forma objetiva de una cosa situada fuera del ojo. Pero en el acto de ver se proyecta efectivamente luz desde una cosa, el objeto exterior en otra, el ojo. Es una relación física entre cosas físicas. Por el contrario, la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha cosa se representa no tiene absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de las cosas, que se derivan de tal  naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.
Este carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, como el análisis precedente lo ha demostrado, en la peculiar índole social del trabajo que produce las mercancías.” (Marx, 1996: 88-89).

Ahora bien, el fetichismo no es simplemente “falsa conciencia”. No expresa meramente una representación de la realidad social favorable a los intereses de las clases dominantes. Como se indicó antes, si la ideología fuera sólo una “falsa conciencia”, su eficacia se vería mellada por la difusión de la “verdad”. Pero, además, en el planteo marxista de la ideología de la década de 1840, está el problema de la cuestión (no resuelta en La ideología alemana), de cuáles son los mecanismos que producen la ideología. En este punto, y a pesar de que la concepción marxista de la “falsa conciencia” incorpora elementos que van más allá del marco epistemológico (por ejemplo, la tesis de la ideología dominante), Marx y Engels todavía no habían superado los límites del planteo de los “ideólogos”. La ideología seguía siendo un “engaño”, una mistificación, hecha adrede, de las condiciones sociales existentes; de ahí que, siguiendo esta interpretación de la cuestión de la ideología, bastaba con dejar de lado los prejuicios de clase y abordar directamente la realidad, que develaría de ese modo todos sus secretos.

En el fetichismo de la mercancía, Marx expone una concepción radicalmente diferente a la de los “ideólogos”. Las relaciones sociales aparecen cosificadas no porque la clase dominante elabore una mistificación adrede; en todos los caso, si hay creación de “mentiras” para justificar la jerarquía social, éstas no juegan un papel relevante. Las representaciones sociales asumen la forma de la cosificación porque ellas mismas están “cosificadas”. Esto es una consecuencia de la forma que asume el trabajo en la producción capitalista:

“Si los objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de estos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O, en otras palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el  intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos, por ende, las relaciones sociales entre sus productos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones sociales propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas.” (Marx, 1996: 89).

La producción capitalista está regulada por la ley del valor, esto es, tanto las cosas como las personas “existen” socialmente en la medida en que pueda asignárseles un valor de cambio. De allí la centralidad de la mercancía para el estudio de esta forma de sociedad.[19]. Todo aquello que carece de valor de cambio pierde entidad y parece desvanecerse en el aire. Como quiera que sea, las personas no controlan la asignación de este valor a las mercancías individuales (hay que decir que, en el capitalismo, los individuos también son mercancías). Al contrario, su capacidad para organizar concientemente el proceso productivo se ve cada vez más reducida, en buena medida porque la extensión de la división del trabajo acentúa la fragmentación del proceso productivo y reduce a cada individuo a desempeñar un papel insignificante en el mismo, y porque la transformación de todos los medios de producción en propiedad privada elimina las bases que permiten la existencia de las comunidades en tanto formas de vida social que privilegian lo colectivo.

En la sociedad capitalista, las “cosas” gobiernan a las personas, y tanto el capital como el mercado parecen tener vida propia[20]. Pero esto no obedece a ninguna maldición ni al carácter intrínsecamente perverso de los capitalistas, sino al hecho de que las relaciones sociales capitalistas están cosificadas en la realidad. Es por esto que puede decirse que la ideología no es “falsa conciencia”; constituye, más bien, el producto necesario de dichas relaciones sociales. En otros términos, la ideología expresa la forma en que está organizada la vida social en el capitalismo. De modo paradójico, la ideología pasa a ser la “verdadera conciencia” de la sociedad capitalista, en tanto es la manifestación del carácter que asumen las relaciones sociales en esta sociedad. Es por ello que Marx puede afirmar que la ciencia económica no es una simple mistificación de las condiciones sociales existentes bajo el capitalismo, sino que expresa verdaderamente “lo que ocurre” en la sociedad capitalista:

“Formas semejantes constituyen precisamente las categorías de la economía burguesa. Se trata de formas del pensar socialmente válidas, y por tanto objetivas, para las relaciones de producción que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado; la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y fantasmagoría que nimban los productos del trabajo fundados en la producción de mercancías, se esfuma de inmediato cuando emprendemos el camino hacia otras formas de producción.” (Marx, 1996: 93).

En otras palabras, los economistas “burgueses” no efectúan un análisis tendencioso de la realidad de la economía capitalista (esto independientemente de que haya economistas que puedan venderse al mejor postor). La ciencia económica desarrollada en los marcos del modo de producción capitalista es ciencia en tanto análisis objetivo de la realidad capitalista, pero el problema radica en que esa realidad misma está cosificada. En todo caso, los economistas fallan no por no ser objetivos, sino por ceñirse a su objeto de estudio. En el pasaje precedente Marx indica que sólo cuando se comparan las relaciones económicas capitalistas con las propias de otras formas de producción es posible comprender el carácter cosificado de las relaciones sociales capitalistas. 

Como ilustración de este punto de vista puede traerse a colación lo escrito por Marx en el epílogo a la 2º edición alemana de El capital (1873). Allí, refiriéndose a la historia de la economía política en Alemania e Inglaterra, dice lo siguiente:

“A partir de 1848 la producción capitalista se desarrolló rápidamente en Alemania, y hoy en día ha llegado ya a su habitual floración de fraudes y estafas. Pero la suerte sigue siendo esquiva a nuestros especialistas [los economistas alemanes]. Mientras pudieron cultivar desprejuiciadamente la economía política, faltaban en la realidad alemana las modernas relaciones económicas. Y no bien surgieron dichas relaciones, ello ocurrió en circunstancias que ya no permitían su estudio sin prejuicios dentro de los confines del horizonte intelectual burgués. En la medida en que es burguesa, esto es, en la medida en que se considera el orden capitalista no como fase de desarrollo históricamente transitoria, sino, a la inversa, como figura absoluta y definitiva de la producción social, la economía política sólo puede seguir siendo una ciencia mientras la lucha de clases se mantenga latente o se manifieste tan sólo episódicamente.
Veamos el caso de Inglaterra. Su economía política clásica coincide con el período en que la lucha de clases no se había desarrollado. Su último gran representante, Ricardo, convierte por fin, conscientemente, la antitesis entre los intereses de clase, entre el salario y la ganancia, entre la ganancia y la renta de la tierra, en punto de partida de sus investigaciones, concibiendo ingenuamente esa antitesis como la ley natural de la sociedad. Pero con ello la ciencia burguesa de la economía había alcanzado sus propios e infranqueables límites.” (Marx, 1996: 13).

Marx no afirma que la economía política sea solamente una “falsa conciencia” de las relaciones económicas en el capitalismo, desarrolla por los economistas interesados en el mantenimiento de dichas relaciones. Por el contrario, reconoce que en algunas etapas de su desarrollo la economía política “burguesa” es efectivamente “ciencia”, en el sentido de una investigación dirigida a desentrañar el contenido de las relaciones sociales capitalistas. El carácter científico de la economía política  se deriva, en este texto, del período histórico en que se encuentran el capitalismo; es, a diferencia del argumento expuesto en el fetichismo de la mercancía, un planteo más historicista que sociológico, en el que la posibilidad de una economía científica está en relación directa con el nivel de desarrollo de la lucha de clases. Para Marx, el carácter capitalista de la economía política está dado por su imposibilidad para considerar al capitalismo como una etapa histórica de las relaciones de producción; en otras palabras, la historia constituye el obstáculo epistemológico que no puede ser franqueado por los economistas “burgueses”[21]. Pero, y como demostramos al analizar el apartado del fetichismo de la mercancía, esta imposibilidad no es el resultado de la “falsa conciencia” sino de la forma asumida por las relaciones sociales capitalistas. El planteo historicista se apoya en una concepción sociológica de la ideología, en tanto la organización misma de la sociedad pone límites a la manera en que dicha organización puede ser concebida conceptualmente.

En síntesis, la nueva concepción de la ideología defendida en El capital tiene, como ya se ha dicho en este trabajo, un carácter mucho más sociológico que epistemológico (aunque Marx no le habrían gustado ninguno de estos términos). En el fetichismo de la mercancía, el obstáculo epistemológico al conocimiento de las relaciones sociales capitalistas radica en la forma misma que adquieren estas relaciones. Esta forma cosificada está reforzada por los efectos de la naturalización de esas mismas relaciones, esto es, por la tendencia a pensar que la sociedad capitalista es ahistórica. Ahora bien, el tratamiento de la ideología como fetichismo de la mercancía presenta, más allá de sus méritos, una serie de dificultades teóricas que son resumidas así por Eagleton:

“La posición de Marx en el capítulo sobre «el fetichismo de la mercancía» parece conservar dos rasgos dudosos de esta versión anterior de ideología: su empirismo y su negativismo. En El capital parece afirmar que nuestra percepción (o concepción errónea) de la realidad ya está de algún modo inmanente en la propia realidad; y esta creencia, que lo real ya contiene el conocimiento o conocimiento erróneo de sí mismo, puede considerarse una doctrina empirista. Lo que suprime es precisamente la labor de lo que hacen los agentes humanos, de manera variada y conflictiva, de estos mecanismos materiales – de la manera en que los construyen discursivamente y lo interpretan de acuerdo con intereses y creencias particulares -. Aquí, los objetos humanos figuran como meros receptores pasivos de ciertos fenómenos objetivos, las víctimas de una estructura social dada espontáneamente a su conciencia. (…) Si esta última teoría también reproduce el negativismo de La ideología alemana, es porque la ideología parecería no tener de nuevo otra finalidad que la de ocultar la verdad de la sociedad de clases. Es menos una fuerza activa en la constitución de la subjetividad humana que una máscara o pantalla que impide a un sujeto ya constituido captar lo que tiene delante. Y esto, aun cuando pueda contener alguna verdad parcial, sin duda no explica el poder real y la complejidad de las formaciones ideológicas.”(Eagleton, 1997:122-123).

El comentario de Eagleton es atinado, en tanto demuestra las problemas que implica pensar un proyecto contrahegemónico a partir de una situación en la que, si se admite la tesis desarrollada en el fetichismo de la mercancía, las relaciones sociales capitalistas generan por sí mismas una ideología funcional a ellas mismas. Como se carece aquí del espacio suficiente para elaborar una respuesta adecuada a la cuestión, sólo cabe decir que la tesis del fetichismo de la mercancía tiene que complementarse con la expuesta en el capítulo 5 del Libro Primero de El Capital, en donde se afirma que el trabajo humano tiene la particularidad de que se trata de un proceso que no es meramente repetitivo, sino que plasma en la materia las potencialidades que se encuentran latentes en el ser humano. En otras palabras, el proceso de trabajo implica necesariamente un espacio de creación (aún en sus variantes más mecanizadas y tecnificadas), que abre un espacio de  posibilidad a la modificación de las relaciones sociales existentes. Además, hay que tener presente la tesis con la que se abre el Manifiesto del Partido Comunista, que sostiene que “la historia de todas las sociedades que han existido hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases” (Marx, 1986: 34). 

La concepción de la ideología esbozada por Marx en el fetichismo de la mercancía dio origen a importantes desarrollos de la teoría de la ideología. Aquí puede mencionarse el importante artículo de Georg Lukács, “La cosificación y la consciencia del proletariado”, incluido en su obra clásica Historia y consciencia de clase (1923). Lukács retoma la tesis del carácter cosificado de las relaciones sociales capitalistas y afirma que sólo el proletariado, por ser la clase cuya misión histórica es enfrentar al capital, está en condiciones de oponer a la consciencia cosificada una teoría científica de la sociedad. Una oposición similar entre ideología y ciencia fue defendida por Louis Althusser (1918-1990), quien sostuvo que ciencia e ideología eran dos terrenos absolutamente incompatibles (en el plano de las ciencias sociales defendió la concepción de que el marxismo era la verdadera ciencia)[22]. Esta postura hizo que Althusser terminara por construir una teoría general de la ideología que, como se verá más adelante, está muy alejada del marxismo y que se afirma en el reconocimiento del carácter omnipotente de la ideología. Con una postura muy diferente a las dos anteriores, se encuentra Antonio Gramsci, quien defendió, más allá de los condicionamientos propios de las relaciones económicas capitalistas, el papel central de los intelectuales en la organización política tanto de los opresores como de los oprimidos en la sociedad capitalista[23].


2.4. Durkheim: la teoría de las prenociones.

Emile Durkheim (1858-1917) es considerado uno de los Padres Fundadores de la sociología moderna (también, por cierto se lo define como el representante más destacado de la escuela sociológica francesa). Su célebre afirmación acerca de que los sociólogos tienen que “tratar los hechos sociales como a cosas” (Durkheim, 1976: 12) parece ubicarlo en el campo de la sociología más ortodoxamente positivista[24]. Sin embargo, es el autor de una concepción de la ideología que trasciende largamente los límites de la ortodoxia positivista.

En Las reglas del método sociológico (1895), Durkheim afirma que todo nuestro conocimiento de lo social está mediado por las prenociones. Según su argumento, los sentidos nos aportan la totalidad de la información que tenemos acerca del mundo que nos rodea, pero la misma no nos llega directamente, sino que es tamizada y filtrada por las prenociones, que:

“…son como un velo que se interpone entre las cosas y nosotros, y que las enmascara con tanta mayor eficacia cuanto más acentuada la transparencia que se le atribuye.” (Durkheim, 1976: 41).

Las prenociones no representan una creación artificial y tampoco son pensadas al estilo empirista como un derivado de la experiencia. Por el contrario, las prenociones acompañan a toda experiencia, proporcionando sentido a la misma. Durkheim describe así el proceso:

“Cuando un nuevo tipo de fenómenos se convierte en objeto científico, aparece ya representado en el espíritu, no sólo por imágenes sensibles, sino por tipos de conceptos formados groseramente. (…) Ocurre que, en efecto, la reflexión es anterior a la ciencia, que a lo sumo se sirve de ella con más método. El hombre no puede vivir en medio de las cosas sin forjarse ideas acerca de las mismas, regulando su conducta con arreglo a estas últimas. Sólo que, como estas ideas están más próximas a nosotros y a nuestro alcance que las realidades a las cuales corresponden, tendemos naturalmente a ponerlas en lugar de estas últimas, y a convertirlas en la sustancia misma de nuestra especulación.” (Durkheim, 1976: 40).

De modo que las prenociones son, en términos muy generales, las ideas que poseemos acerca de todo lo que nos rodea. Cada individuo las va adquiriendo desde el nacimiento, a través de la interacción constante con otros individuos (familia, escuela, amigos, trabajo, medios de comunicación, etc.). Durkheim se da cuenta de que nuestra experiencia directa de las cosas es limitada, y afirma que las prenociones suplen esta falla de la experiencia:

“…como el detalle de la vida social desborda por todos lados a la conciencia, no tiene de aquélla una percepción suficientemente perfilada para sentir su realidad. Como no hay en nosotros vínculos bastante sólidos ni suficientemente próximos, todo esto suscita con bastante facilidad el efecto de que no estamos afirmados en nada y que flotamos en el vacío, sustancia a medias irreal e indefinidamente plástica. (…) Pero si se nos escapa el detalle y las formas concretas y particulares, por lo menos nos representamos los aspectos más generales de la existencia colectiva de manera aproximada, y precisamente estas representaciones esquemáticas constituyen las prenociones que empleamos para los usos corrientes de la vida. Por consiguiente, no podemos dudar de su existencia, pues la percibimos al mismo tiempo que la nuestra. No sólo están en nosotros sino que, como son un producto de experiencias repetidas, extraen de la repetición y del hábito que resulta de esta última, una suerte de ascendiente y autoridad. Sentimos en nosotros mismos su resistencia cuando intentamos liberarnos de ellas.” (Durkheim, 1976: 43-44).

En la concepción durkheimiana de la ideología (es decir, en la teoría de las prenociones), la “ciencia de las ideas” pasa a formar parte de la teoría sociológica general, y permite explicar tanto los problemas que tiene que afrontar la sociología en su objetivo de estudiar la sociedad (desarrollados sobre todo en Las reglas del método sociológico), como la manera peculiar en que las sociedades se encuentran cohesionadas (enfoque planteado especialmente en la obra La división del trabajo social). De manera esquemática, puede afirmarse que existen dos funciones de la teoría de la ideología en la sociología de Durkheim:

1) La ideología (teoría de las prenociones) da cuenta del carácter opaco de la realidad social y de las dificultades que implica el conocimiento de los hechos sociales. La posición durkheimiana significa un avance respecto a la concepción negativa (la “falsa conciencia”), derivada de la filosofía de la Ilustración. Durkheim demuestra que las prenociones surgen de la propia vida social, y que su existencia es imprescindible para poder conocer la sociedad y, todavía más importante, para poder sobrevivir en ella. En otras palabras, las prenociones juegan un rol positivo, pues proporcionan a las personas un marco conceptual inicial para emprender la tarea de estudiar los fenómenos sociales. Además, Durkheim concibe a las prenociones como verdaderos elementos de la sociedad, es decir, como entidades que poseen las mismas características que los demás hechos sociales. Esto resulta especialmente importante, pues de este modo se deja de ver a la ideología como un cuerpo que se encuentra separado, por sus propias características constitutivas (ser ideas y no cosas o personas), del conjunto de la totalidad social.
Un corolario de lo expuesto en el párrafo anterior es que la teoría de las prenociones elimina la posibilidad misma de la independencia absoluta de las ideas respecto a los demás niveles en que puede dividirse el funcionamiento social. Las prenociones no nacen de las ideas mismas, sino que son el resultado de los procesos sociales. En las prenociones, la teoría del conocimiento está en relación directa con la vida cotidiana. Por un camino más sofisticado que el de los “ideólogos”, Durkheim muestra que los conceptos, las opiniones, las creencias sociales, están condicionados por el resto de la vida social. Las prenociones son hechos sociales y requieren el mismo tratamiento que los demás fenómenos encuadrados en esta categoría. No se trata, pues, de un orden privilegiado de objetos sociales. 

En relación con el punto tratado en el párrafo anterior es conveniente tener presente la crítica de Durkheim al apriorismo kantiano, formulada en el prólogo a Las formas elementales de la vida religiosa. Como es sabido, Kant (1724-1804) afirmaba que nuestro conocimiento del mundo era posible gracias a que nuestro aparato cognitivo estaba dorado de categorías a priori, que operaban proporcionando un marco y organizando a la masa de percepciones que nos llegaban a través de los sentidos[25]. Estas categorías eran innatas, esto es, existían más allá de la experiencia del sujeto que las poseía. Durkheim niega la existencia de categorías a priori, sosteniendo que el marco conceptual con el que organizamos la experiencia es producto, también, de la misma experiencia. Este marco conceptual al que hace referencia Durkheim surge a partir de la experiencia colectiva; así, pues, las categorías lógicas son el producto de la forma específica que asume la experiencia de una sociedad determinada:

“La proposición fundamental del apriorismo es que el conocimiento está formado por dos clases de elementos, irreductibles entre sí como dos capas distintas y superpuestas. Nuestra hipótesis mantiene íntegramente este principio. En efecto, los conocimientos que se denominan empíricos, los únicos que los téoricos del empirismo han utilizado siempre para construir la razón, son aquellos que la acción directa de las cosas suscita en nuestros espíritus. Éstas son, pues, estados individuales, que se explican enteramente por la naturaleza psíquica del individuo. Por el contrario, si, como pensamos, las categorías son representaciones esencialmente colectivas, traducen ante todo estados de la colectividad: dependen de la forma en que ésta esté constituida y organizada, de su morfología, de sus instituciones religiosas, morales, económicas, etc. Entre estas dos especies de representaciones hay, pues, toda la distancia que separa lo individual de lo social, y derivar las segundas de las primeras es tan imposible como deducir la sociedad del individuo, el todo de la parte, lo complejo de lo simple. La sociedad es una realidad sui generis; tiene características propias que no vuelven a encontrarse, o que no se encuentran bajo la misma forma, en el resto del universo. Las representaciones que lo expresan tienen, pues, un contenido muy distinto al de las representaciones puramente individuales, y se puede  asegurar de antemano que las primeras añaden algo a las segundas.” (Durkheim, 2008: 47-78).

En la base de la respuesta durkheimiana al apriorismo kantiano se encuentra el rechazo al individualismo metodológico. Las categorías no son innatas a cada individuo, son creaciones sociales, y es por este mismo carácter social que se nos aparecen como algo preexistente, como una cualidad que parece “nacer” con el mismo individuo.

“Las categorías dejan de ser consideradas como hechos primigenios e irrealizables; y, sin embargo, conservan una complejidad de la que no podrían dar razón análisis tan simplistas como aquellos con los que se contentaba el empirismo. Pues ellas aparecen entonces, no ya como nociones muy simples que cualquiera puede separar de sus observaciones personales y que la imaginación popular ha complicado malhadadamente, sino, al contrario, como sabios instrumentos del pensar, que los grupos humanos han forjado laboriosamente en el transcurso de los siglos y donde han acumulado lo mejor de su capital intelectual. (…) Para saber de qué están hechas estas concepciones, que no hemos hecho nosotros, no es suficiente con interrogar a nuestra propia conciencia; hay que mirar fuera de nosotros, hay que observar la historia, hay que fundar toda una ciencia…” (Durkheim, 2008: 53-54).

Finalmente, y como se indicó arriba, cabe decir que la comprensión del papel positivo que juegan las prenociones en nuestra integración a la vida social le permite a Durkheim tener una mejor percepción de los problemas epistemológicos de la sociología. La ubicuidad de las prenociones constituye la principal dificultad que encuentra la sociología para avanzar en el conocimiento de los hechos sociales. Su calidad de obstáculo epistemológico reside en el hecho de que:

“…tienen por función reconciliar a todo precio la conciencia común consigo misma, proponiendo explicaciones, aun contradictorias, de un mismo hecho [por ello], las opiniones primeras sobre los hechos sociales se presentan como una colección falsamente sistematizada de juicios de uso alternativo. Estas prenociones, «representaciones esquemáticas y sumarias» que se «forman por la práctica y para ella».como lo observa Durkheim, reciben su evidencia y «autoridad» de las funciones sociales que cumplen.” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron, 2001: 28).

2) La ideología cumple también el papel de elemento que otorga cohesión a lo social. Hay que tener presente que en la sociología de Durkheim las representaciones colectivas juegan un papel fundamental en la vida de la sociedad. Así, y desde las primeras formas de las mismas, encarnadas en las creencias religiosas, hasta las formas más sofisticadas como el derecho codificado, las representaciones colectivas expresan la voluntad del conjunto social, y sirven para que cada individuo sepa qué función le compete en la sociedad. Dado el poco espacio disponible en este trabajo, sólo se puede esbozar brevemente la cuestión. Durkheim adopta como punto de partida la concepción  de que las ideas, las representaciones sociales, tienen la misma fuerza que los hechos materiales en la vida social. De hecho, y esta fue una de las tesis más discutidas de Las reglas del método sociológico, Durkheim afirma que la sociedad es diferente a la simple suma agregada de los individuos que la componen (enfrentando, dicho sea de paso, a la posición del individualismo metodológico). En otras palabras, “fenómenos sociales son exteriores a los individuos” (Durkheim, 1976: 16). Como quiera que sea, esta exterioridad de los fenómenos sociales se manifiesta en la coerción que ejercen sobre los individuos, la cual se expresa tanto en las normas que regulan la actividad de los mismos como en las que penan las transgresiones a los comportamientos normales. Para el sociólogo francés, la normalidad social se identifica, en primer lugar, con las conductas realizadas por el mayor número de individuos (criterio estadístico). Dicha normalidad expresa la conciencia social, que tiene un sustrato diferente a la conciencia de los individuos que forman la sociedad, y se expresa concretamente en las regulaciones del derecho (ya sea éste escrito o consuetudinario):

“Fuera de los actos individuales que suscitan, los actos individuales que suscitan, los hábitos colectivos se expresan en forma definida en reglas jurídicas e individuales, en dichos populares, en hechos de la estructura social, etc. Como estas formas tienen existencia permanente y no cambian con las diferentes aplicaciones que se realizan en ellas, constituyen un objeto fijo, un patrón constante que está siempre al alcance del observador, y que no deja lugar a las impresiones subjetivas y a las observaciones personales. Una regla de derecho es lo que es, y no hay dos modos de percibirla.” (Durkheim, 1976: 66).

Para terminar, las normas no expresan solamente la cohesión social, como podría inferirse del pasaje anterior, sino que constituyen una de las fuentes principales de ésta  En el apartado siguiente se desarrollará esta última afirmación.

3. Ideología y cohesión social.

En el apartado anterior se ha esbozado el papel de elemento de cohesión social que, según Durkheim, desempeña la ideología. En este punto haremos algunas observaciones para tratar de mostrar tanto las limitaciones como también los elementos positivos de la adopción de este enfoque.

Ante todo, una aclaración. Durkheim no sostiene que la ideología sea el único “cemento” que da cohesión a la vida social. En La división del trabajo social, Durkheim se preocupa por aclarar que la misma división del trabajo genera solidaridad entre los miembros de la sociedad[26]. De hecho, las dos formas de solidaridad social que trata en dicha obra (la solidaridad mecánica y la solidaridad social) son consecuencia de las diferencias en la división del trabajo y no de formas diferentes de pensar las relaciones entre los miembros de la sociedad.

Para entender lo anterior hay que empezar haciendo una pequeña excursión por el terreno de la teoría de la ideología. Como se dijo aquí repetidas veces, y desde sus orígenes mismos, la “ciencia de las ideas” se preocupó por demostrar que las ideas no son autónomas de las demás esferas de la sociedad. En palabras del mismo Durkheim, “sin duda es una verdad evidente que no existe nada que no esté en las conciencias individuales; sólo que casi todo lo que se encuentra en estas últimas proviene de la sociedad” (Durkheim, 2008: 392). Ahora bien, no se trata sólo de aceptar el carácter social del origen de la ideología, sino de reconocer que la ideología no puede separarse de una forma determinada de praxis social. En otras términos, la ideología es en sí una fuerza práctica que forma parte del desarrollo social. Mejor dicho, toda forma de actividad supone ideas sobre el contenido y el carácter de la misma, y estas ideas no pueden ser separadas de las actividades de que forman parte so pena de generar un híbrido teórico que tiende a confundir las causas y el desenvolvimiento de los procesos de los que esas mismas ideas forman parte. Cuando se escinde la praxis, separando de un lado la práctica despojada de ideas y concepciones teóricas, y de otro lado las ideas sobre la acción, se tienen concepciones unilaterales sobre la vida social, que terminan derivando en formas mecanicistas y deterministas de pensar los procesos sociales. Una consecuencia de esta escisión consiste en pensar que las ideas constituyen, por sí mismas, el factor activo de los procesos sociales, capaz tanto de estabilizar a una formación social como de lograr el reemplazo de la misma por otra. Lo importante aquí es retener que la base para esta inflación del papel de las ideas en la sociedad radica en la separación, más o menos sutil, más o menos burda, de la ideología respecto al proceso social en su conjunto.

El caso de Althusser es particularmente significativo, pues la ideología es concebida como parte del proceso general de reproducción de las relaciones sociales capitalistas, y es sólo uno de los mecanismos que permiten la reproducción de éstas[27]. Sin embargo, en ambos autores hay una tendencia a autonomizar a la ideología del resto de la vida social, atribuyéndole la propiedad de ser el elemento central y fundamental para el logro de la cohesión de la misma.

Establecido lo anterior, podemos pasar a examinar brevemente la manera en que Durkheim y Althusser tienden a independizar a la ideología del resto de la totalidad social y a sobrevalorar su capacidad para cohesionar (y controlar) a la misma.

Como se puntualizó en el apartado anterior, Durkheim considera que las normas son las que permiten discriminar entre fenómenos normales y anormales en una sociedad. Más allá de que Durkheim reconoce que la división del trabajo genera sus propias reglamentaciones, sostiene la convicción de que el sistema de normas de una sociedad expresa la voluntad de la misma en su conjunto (y no de una de sus partes, v.gr., la clase dominante) y es dicho sistema el que permite la integración de los individuos en la sociedad. En este punto, cobro importancia el concepto de anomia, en la medida en que permite comprender, por la negativa, qué función cumplen las normas en la sociedad. Durkheim desarrolla este concepto en La división del trabajo social. Allí define a la anomia como el estado que se produce “si la división del trabajo no produce la solidaridad [y en el que] las relaciones de los órganos no están reglamentadas” (Durkheim, 2008: 406). Se trata, pues, de un estado social caracterizado por la ausencia de normas, en el que la falta de éstas hace imposible el desarrollo de las relaciones sociales normales. Las normas que reglamentan las distintas funciones del organismo social son, entonces, las que mantienen el funcionamiento del mismo. Con esto no se está afirmando que Durkheim proponga una versión determinista del papel jugado por las normas (no se quiere hacerle defender a Durkheim una especie de inversión del determinismo económico). Al contrario, tiene una concepción bastante desarrollada de la complejidad de las relaciones entre normas y funciones, tal como puede deducirse del siguiente párrafo:

“…en el estado normal, estas reglas se desprenden por sí mismas de la división del trabajo; son como su prolongación. Seguramente, sin no aproximara más que individuos que se unieran por algunos instantes para intercambiar servicios personales, no podría originar ninguna acción reguladora. Pero lo que pone en presencia son funciones, es decir, maneras definidas de actuar, que se repiten, idénticas a sí mismas, en circunstancias dadas, puesto que dependen de condiciones generales y constantes de la vida social. Los vínculos que se entablan entre estas funciones no pueden, pues, dejar de alcanzar el mismo grado de fijeza y de regularidad. (…) El pasado predetermina el porvenir. Dicho de otro modo, hay cierta distribución de los derechos y de los deberes que el uso establece y que termina por volverse obligatoria. La regla no crea, pues, el estado de dependencia mutua en el que se encuentran los órganos solidarios, sino que no hace más que expresarlo de manera sensible y definida, en función de una situación dada.” (Durkheim, 2008: 404):

Ahora bien, la argumentación de Durkheim tiende a mostrar que la ausencia de normas impide el normal funcionamiento de una sociedad en la que impera la solidaridad orgánica. Más allá de su afirmación de que las normas responden a necesidades que surgen de las diferentes funciones que regulan el organismo social, necesidades que se derivan de dichas funciones y no de las normas mismas, Durkheim se encamina a demostrar que son las normas las que dan efectivamente cohesión al conjunto social. Es más, para él, la libertad moderna es producto de la reglamentación, y es justamente a través de las normas que los seres humanos han podido construir un mundo social libre del azar y de las compulsiones de la naturaleza[28].

En el caso de Althusser, la preeminencia de la ideología se manifiesta a través del carácter cuasi omnipotente que atribuye a los aparatos ideológicos del Estado. Como es sabido, define a éstos como un vasto entramado de instituciones públicas y privadas (entre las que se encuentran organizaciones tan disímiles como la familia, los medios de comunicación de masas y la escuela) cuya función primordial es operar como canales de transmisión de la ideología de la clase dominante. A diferencia de los aparatos represivos del Estado, los aparatos ideológicos actúan principalmente por medio de la difusión de ideología. Para Althusser, los aparatos ideológicos son lugares en los que se verifica la lucha de clases; sin embargo, en todos los análisis que hace de los mismos (y hay que decir que Althusser suele moverse en un nivel muy elevado de abstracción), la eficacia de los aparatos ideológicos reduce a la impotencia a los intentos de cuestionar el orden existente. Así, refiriéndose al aparato ideológico escolar,

“Pido perdón a los maestros que, en condiciones espantosas, tratan de volver contra la ideología, contra el sistema y contra las prácticas en las cuales están inmersos, las pocas armas que pueden hallar en la historia y en el saber que «enseñan». Son verdaderos héroes. Pero son pocos, y como la mayoría ni siquiera sospecha del «trabajo» que el sistema (que los supera y los aplasta) les obliga a hacer, ponen todo su entusiasmo e ingenio en el esfuerzo por cumplirlo con toda conciencia (¡los famosos métodos nuevos!). Recelan tan poco que contribuyen efectivamente – con su misma dedicación – a mantener y desarrollar una representación ideológica de la escuela que la convierte en algo tan «natural», útil e indispensable – e incluso benéfica en opinión de nuestros contemporáneos – como pareció indispensable y generosa la iglesia a nuestros antepasados hace unos cuantos siglos.” (Althusser, 1988: 119).

En el ejemplo que se acaba de transcribir, la ideología dominante aparece como una aplanadora que arrasa los intentos de generar un pensamiento contrahegemónico. En verdad, en la teoría de Althusser es muy difícil pensar la construcción de un espacio contrahegemónico. Esto se ve especialmente en claro si se toma en cuenta la teoría general de la ideología que formula al final de “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”[29]. En ella la ideología aparece como una característica de la condición humana misma, y, por ende, los seres humanos están condenados a vivir sus relaciones sociales en forma ideológica. Althusser sostiene que la ideología tiene que ser entendida como “una «representación» de la relación imaginaria entre los individuos y sus condiciones reales de existencia.” (Althusser, 2008: 123). Como quiera que sea, esta forma en que los individuos viven su relación con sus condiciones de existencia tiene un carácter suprahistórico, en el sentido de que trasciende las condiciones sociales específicas de una sociedad determinada (por ejemplo, la sociedad capitalista). Althusser puede afirmar así que:

“…la ideología en general no tiene historia, y esto no en un sentido negativo (su historia acontece fuera de ella) sino en uno completamente positivo.
Este sentido es positivo si es verdad que lo propio de la ideología es el estar dotada de una estructura y de un funcionamiento tales que la convierten en realidad no histórica; es decir, omnihistórica en el sentido de que esta estructura y este funcionamiento están, bajo una misma forma inalterable, presentes en lo que se llama la historia entera tal como la define el Manifiesto (como historia de la lucha de clases, es decir, historia de las sociedades de clases).” (Althusser, 1988: 122).

La ideología trasciende por tanto el horizonte de la sociedad capitalista y se extiende, en principio, a todas las formas de sociedad de clases. Pero, más adelante, Althusser extiende todavía más la validez de la ideología y termina por atribuirle un papel fundamental en la constitución del sujeto:

“…la categoría de sujeto es constitutiva de toda ideología, pero al mismo tiempo y de inmediato agregamos que la categoría de sujeto no es constitutiva de toda ideología sino sólo en tanto toda ideología tiene la función (que la define) de «constituir» en sujetos a los individuos concretos. En este juego de doble constitución existe el funcionamiento de toda ideología y ésta no es más que su funcionamiento en las formas materiales de la existencia de este funcionamiento.” (Althusser, 1988: 130).

Ahora bien, si la función primordial de la ideología es la de interpelar a los sujetos para constituirlos como tales, no es posible siquiera pensar una forma de sociedad que esté libre de ideología. Además, y más allá de las consecuencias políticas de dicha manera de pensar la ideología, está la cuestión de que la ideología se convierte en un elemento fundamental para lograr la cohesión social, al permitir la efectiva integración de los individuos en ella.

Para concluir este apartado, cabe decir que las teorías de Durkheim y de Althusser acerca del papel de la ideología en el logro de la cohesión y la integración sociales tienen un origen común, más allá de las diferencias de fondo entre ambos autores. Para los dos autores analizados aquí, la ideología es un fenómeno que se presenta separado de las relaciones de producción, como si correspondiera a un ámbito que está más allá de la actividad práctica, dotado de la propiedad de regular la misma. Esta situación es todavía más paradójica en Althusser, pues él comienza su análisis por las relaciones de producción, y termina planteando una teoría general de la ideología que poco y nada tiene que ver con el momento de la producción. En este sentido, Durkheim muestra una percepción más fina del carácter de la ideología, pues las normas que examina se hallan en todo momento en contacto con la esfera de la práctica social.

4. La teoría de la ideología y el problema de la objetividad en las ciencias sociales.

Las ciencias sociales, que en su conjunto constituyen la forma específica que adoptó la teoría social a partir del siglo XIX, tuvieron como modelo a las ciencias naturales. No es este el lugar para explicar las razones de la elección de dicho modelo. Basta con tomar nota de ello, y con indicar que la preferencia por las herramientas teóricas de las ciencias naturales tuvo entre sus consecuencias elevación de la problemática de la objetividad a una posición privilegiada en los debates epistemológicos de las flamantes disciplinas científicas. Así, los Padres Fundadores de las nuevas disciplinas pensaban que estaban construyendo ciencias del mismo tipo que las naturales y, por ende, la objetividad ocupaba una posición clave en sus planteos.

Establecido lo anterior, corresponde abordar la respuesta a la pregunta de qué se entiende por objetividad. Ante todo, hay que decir que se le da este carácter al conocimiento que se encuentra libre de toda parcialidad, de ideología (como quiera que sea que se la defina), que es neutral en términos de valores. En otras palabras, se trata de un conocimiento que está más allá de los intereses individuales o de grupo, y que se ciñe únicamente a las reglas de la “verdad científica”. La ciencia, en tanto encarnación de la Verdad Objetiva, se halla libre de lo mezquino; por tanto, los científicos tienen el derecho a formular la última palabra en todos los problemas de la vida social, pues son los únicos capaces de llegar a formular verdades objetivas. Los demás mortales estamos condenados, en cambio, a chapotear en un pantano de opiniones, intereses personales e ideología.

La descripción esquemática del párrafo anterior intenta reproducir, palabra más, palabra menos, la versión estándar del culto a la objetividad en las ciencias sociales. A lo  largo del siglo XX se fue agregando otro elemento a dicha versión, pues al lado de la figura del científico se ubicó la del técnico (generalmente encarnado en el economista práctico), conocedor de las políticas correctas (objetivas en tanto científicas) a ser aplicadas frente a un problema social dado.

Tal como ha sido definida hasta aquí, la cuestión de la objetividad en las ciencias sociales está directamente relacionada con el rol político de las mismas. En este punto, la discusión epistemológica se funde con el debate político, y la teoría de la ideología constituye el mejor punto de partida para comprender mejor la naturaleza y los alcances de dicho rol. En el desarrollo que sigue a continuación nos concentraremos en exponer la función desmitificadora que puede desempeñar el concepto de ideología.

En la concepción habitual, la objetividad científica es incompatible con la ideología. Es cierto que muchos de los cultores de la objetividad en las ciencias sociales reconocen que los valores de la ideología no están ausentes por completo de las mismas. Por ejemplo, Max Weber afirma que los temas de investigación elegidos por el investigador tienen su origen en los intereses y los valores del científico social. Sin embargo, la subjetividad (ese término a la vez sofisticado y vergonzante para denominar a la ideología) tiene que ser eliminada si el investigador quiere hacer efectivamente ciencia social. De modo que ciencia e ideología son concebidas como campos que deben estar separados a los fines de lograr un conocimiento objetivo (científico)  de la sociedad. Desde esta óptica, las leyes, teorías y modelos de las ciencias sociales son creaciones asépticas, cuya única finalidad es la búsqueda de la verdad, y en pos de la prosecución de ese objetivo tiene que ser sacrificada la ideología de los investigadores.

Frente a este panorama, ¿cuál es la importancia de la teoría de la ideología? En primer lugar, sirve para ponernos en guardia ante el hecho de que las ciencias, en tanto creaciones humanas, son también construcciones ideológicas. Esto significa que las ciencias sociales, además de intentar realizar una descripción objetiva de la realidad, trabajan con materiales que son también ideológicos, y producen teorías que contienen componentes ideológicos. La teoría de la ideología muestra que las ideas de las personas se originan a partir de su interrelación con otras personas; en otros términos, no existe un campo de ideas que surja al margen de la sociedad y que esté libre de todo condicionamiento de parte de ésta. Si efectivamente existiera dicho campo, la teoría del mercado podría haber surgido en la Grecia Clásica y no en la Inglaterra de fines del siglo XVIII. De modo que la sociedad condiciona el carácter que adoptan las ideas de los individuos acerca de esa misma sociedad. No se puede pensar cualquier cosa en cualquier lugar y en cualquier época. Esto coloca un freno importante a la concepción de la objetividad entendida como absoluta separación entre la ciencia y los intereses de los individuos y las clases sociales. Según la teoría de la ideología, nuestras ideas se encuentran socialmente condicionadas, y las ciencias sociales no representan una excepción a esta regla.

En segundo lugar, y esto resulta todavía más significativo que lo expuesto en el punto anterior, la ideología sirve para demostrar que las teorías de las ciencias sociales juegan, en sí mismas, una función ideológica. Para entender mejor este planteo conviene retornar al análisis que hace Marx de la economía política. Como hemos visto, en El Capital afirma que las categorías de la economía elaboradas por los economistas para describir el movimiento de la producción capitalista son científicas, en la medida en que efectúan una descripción objetiva de las relaciones económicas imperantes en el capitalismo. De ningún modo Marx pretende que los economistas lleven a cabo una mistificación deliberada de esas relaciones económicas. Sin embargo, los economistas están acostumbrados a pensar como “naturales” a las formas capitalistas de las relaciones de producción, calificando de “irracionales” a las otras maneras de llevar adelante el proceso productivo. Tal como se dijo anteriormente, las ideas de los individuos no son autónomas respecto al tipo de vida que llevan los individuos. En el capitalismo, las relaciones sociales se encuentran cosificadas. Esa cosificación es la forma visible que adoptan dichas relaciones, y sobre esta base trabajan los economistas.  Es por ello que al describir “objetivamente” a la sociedad capitalista, están formulando teorías que son, a la vez, ideológicas, en tanto presentan como “natural” y “racional” aquello que es el producto de determinadas condiciones históricas y sociales. La ideología consiste aquí en confundir lo que es una de las tantas formas que asume la realidad social (en este caso la sociedad capitalista), con toda realidad social. Al hacer esto, los economistas terminan por justificar a las relaciones de poder existentes, independientemente de sus propias intenciones. La objetividad, y no hay motivo para dudar que los economistas procedan objetivamente, encierra en sí misma a la ideología.

En tercer lugar, la teoría de la ideología demuestra que las ideas no son fines en sí mismos, sino que cumplen determinadas funciones sociales. Dado que las ideas no constituyen una entidad aparte, separada de la sociedad, forman parte de la misma y contribuyen a la reproducción de ésta. Durkheim y Althusser, entre otros, comprendieron este punto, a pesar de pertenecer a corrientes teóricas antagónicas. Sin entrar a discutir si las formas ideológicas representan al conjunto de la sociedad o a una clase social determinada, puede decirse que las ideas de las personas juegan un papel en la conservación y/o modificación del orden existente. Como se demostró arriba, las ideas están socialmente condicionadas. No nacen en el vacío, sino que constituyen respuestas a determinadas relaciones sociales (y  actúan, a su vez, sobre las mismas). Por ejemplo, la noción de igualdad nace en un contexto marcado por el desarrollo de la producción mercantil, en el que las mercancías se igualan unas a otras en el cambio. La idea de que los seres humanos son iguales contribuye al funcionamiento del mercado de trabajo en particular (los seres humanos son seres iguales que pueden participar libremente en el mercado laboral comprando y/o vendiendo fuerza de trabajo), y del mercado en general. En este sentido, la concepción de la igualdad no está operando ni como “reflejo” ni como “falsa conciencia”, sino que expresa una característica de las relaciones sociales del capitalismo, y lo hace de manera activa (no pasiva como en el caso del “reflejo”), reforzando esas mismas relaciones (esto más allá de las intenciones o de la conciencia de los actores sociales). La ideología es, por tanto, una forma de práctica social y no una mera reflexión teórica sobre lo que hacen las personas. En tanto práctica, incide sobre las demás prácticas sociales, permitiendo su reproducción u obrando en dirección a su transformación. Las ciencias sociales, al reivindicar su supuesta “objetividad”, no hacen otra cosa que crear las condiciones para proceder a cumplir una de las funciones sociales que le competen, esto es, la legitimación de las relaciones sociales capitalistas vía naturalización de las mismas. Una vez más nos consideramos obligados a aclarar que este proceso ocurre, por lo general, con independencia de los deseos y de la conciencia de los actores involucrados. La ideología no se encuentra en las apariencias de las cosas, sino que subyace en la forma de límites no pensados de nuestras concepciones de la realidad.

En cuarto lugar, las representaciones ideológicas hacen su aparición acompañando a cada una de las formas de práctica social. Esto significa que todas nuestras prácticas son ideológicas y que, por tanto, también los instrumentos que nos sirven para analizar la sociedad están “contaminados” por la ideología. Al respecto, una de las contribuciones más significativas de la teoría de la ideología consiste en haber indagado en los mecanismos por los que surgen las representaciones ideológicas. La ideología está tan inextricablemente unida a nuestras acciones y pensamientos, que no puede ser escindida cuando las personas se dedican a hacer ciencia.

Los argumentos expuestos hasta aquí muestran que la pretensión de construir una ciencia social que sea puramente objetiva es utópica. De hecho, y esto lo dijimos al comienzo de este apartado, la pretensión de objetividad suele ocultar la percepción de las funciones sociales de la ciencia, en especial el papel que cumple justificando el statu quo. Ahora bien, para concluir este apartado, se examinará una última cuestión, a saber, la de la relación entre objetividad y relativismo.

Desde el punto de vista epistemológico, la creencia en la existencia una objetividad libre de toda “contaminación” ideológica equivale a defender la tesis del conocimiento absoluto, que se encuentra fuera de todo condicionamiento social e histórico. Hay que hacer una aclaración. Esta creencia en el conocimiento absoluto no es una reaparición, ahora en ropaje científico, de la teología. En una sociedad capitalista no hay lugar para la contemplación del “saber absoluto”. Se trata, por el contrario, de una versión mucho menos metafísica y más pragmática de la idea del carácter absoluto del conocimiento. La tesis de la objetividad escinde a la ideología de la ciencia, con el objetivo de garantizar el desarrollo de un conocimiento funcional a la lógica mercantil del sistema. El objetivo no es la contemplación, sino la transformación, pero una transformación que excluya la posibilidad misma de pensar otros caminos de desarrollo social. En otras palabras, el conocimiento es absoluto respecto a la política, sobre todo a la política que intenta modificar sustancialmente las relaciones de poder existentes.

Como quiera que sea, a la concepción de la objetividad del conocimiento científico suele contraponérsele la tesis que afirma el carácter relativista de ese mismo conocimiento. A continuación esbozamos una versión esquemática de dicha concepción. Como los conocimientos científicos no son absolutos, todas las afirmaciones de los científicos son esencialmente relativas. Si esto es así, en el límite de la posición relativista todas las teorías valen lo mismo y ninguna puede fundamentar sus pretensiones de superioridad sobre las demás. Esto último abre la posibilidad para concebir a las teorías como discursos, y a la ciencia como una variante de la retórica. Reducida a una especie de literatura de segunda mano (porque, en definitiva, la ciencia no es literatura), la ciencia pierde toda conexión con la búsqueda de la verdad y asume, en todo caso, una función absolutamente pragmática. Se practica la ciencia en la medida en que es útil, y es improcedente decir cualquier otra cosa sobre ella[30].

Ambas tesis, la de la objetividad de la ciencia y la del carácter relativista de la misma, tienen dos características en común. En primer lugar, las dos adhieren a la concepción pragmatista, que considera que el valor del conocimiento científico no se encuentra en la ciencia misma, sino fuera de ella. Para los objetivistas y relativistas, la ciencia sirve para transformar el mundo exterior, pero de ningún modo puede modificar ni la distribución del poder social ni la manera en que las personas pensamos y vivimos dicho poder. Las ciencias son pensadas más como tecnología que como ciencia, esto es, como instrumentos para transformar el mundo material de acuerdo con una lógica de dominio, basada en la expansión del capital[31]. En segundo lugar, las tesis mencionadas se apoyan en la afirmación del carácter central de las ideas en la vida social. En palabras de Horkheimer:

“…ambas concepciones [las dos tesis que tratamos aquí] están emparentadas: contienen el supuesto de que debería asegurarse el sentido de la vida humana mediante formas conceptuales firmes, los llamados «valores» - o más bien los bienes culturales -. Cuando se hace patente que éstos no están sustraídos al proceso histórico, cuando se descubre – apoyándose en el progreso de la ciencia – su dependencia general fisiológica y psicológica, o bien surge el intento de anclarlos filosóficamente (…) la doctrina absoluta del valor es solamente la otra cara de la visión relativista, que se esfuerza por convertir el condicionamiento ideológico del espíritu en principio filosófico decisivo. Ambas doctrinas se exigen mutuamente, y ambas son un fenómeno característico de nuestro período” (Horkheimer, 2002b: 49-50).

Las dos tesis caracterizadas arriba pueden ser desarmadas por la teoría de la ideología, pues ésta exige tratar a las ciencias sociales como un campo más del pensamiento social (es obvio que se trata de un campo particularmente específico, con perdón de la redundancia), y no como un espacio dotado de una independencia metafísica con respecto a las “bajezas” humanas. En otras palabras, la teoría de la ideología convierte a las ciencias sociales en objetos mismos de la investigación científica. Al hacer esto, la disputa entre el carácter absoluto y el carácter relativista del conocimiento queda superada mediante el reconocimiento de que las ciencias sociales forman parte inseparable de una praxis social:

“La cuestión acerca de cómo es posible escapara a la pésima contradicción o. mejor, a la pésima identidad de estas dos filosofías del punto de vista no puede resolverse suficientemente erigiendo otro sistema. Si el aportar y el modificar en la vida privada o en la social – y a esto se llama actuar responsablemente – requieren justificarse mediante esencias supuestamente inmutables o si, por el otro lado, se considera que el condicionamiento histórico de una finalidad constituye una objeción filosófica contra su obligatoriedad y su necesidad interna, entonces la fuerza y la fe se han desvanecido ya de la acción. La relación entre teoría y práctica es muy otra de cómo se la pinta, tanto de acuerdo con el relativismo como con la doctrina de los valores absolutos: la praxis exige permanentemente orientarse por una teoría avanzada, y la teoría pertinente reside en el análisis  más penetrante y crítico posible de la realidad histórica, no es algo así como un esquema de valores abstractos del que uno se asegure que está fundamentado concreta y antológicamente. La representación y el análisis crítico de la realidad – que animan en cada caso la praxis – están determinados a su vez, antes bien, por impulsos y afanes prácticos. Del mismo modo que el desarrollo y estructura de la ciencia natural han de explicarse a partir de las necesidades sociales de dominio de la naturaleza, en la formación de las llamadas ciencias del espíritu y sociales se exteriorizan las necesidades y los intereses de los individuos y los grupos. No existen ni un mundo de representaciones libre de tendencias prácticas, ni siquiera una percepción aislada, libre de praxis y de teoría: la metafísica de los hechos no aventaja en nada a la del espíritu absoluto.” (Horkheimer, 2002b: 51-52).

La teoría de la ideología permite superar la “pésima contradicción” a la que alude Horkheimer porque indaga en las bases mismas de la escisión entre teoría y práctica. Al tomar a las ideas como objeto de investigación científica, se ve obligada tanto a criticar las ilusiones que las personas se forjan sobre las mismas como a establecer las condiciones sociales que permiten su surgimiento y cristalización. En este sentido, la teoría de la ideología coloca a las ciencias sociales en particular, y a las ideas en general, en el marco de la praxis social, dejando de lado cualquier pretensión de autonomía absoluta de las mismas.

5. Conclusiones.

En este trabajo han sido expuestas algunas de las razones por las que reflexión sobre la ideología ocupa un lugar fundamental en la teoría social. Se ha señalado que, junto a la concepción de la centralidad del proceso de trabajo en la comprensión de la vida social, la ideología es uno de los pilares de la teoría social moderna. En el texto  se han desarrollado algunas de las razones que justifican esta afirmación, teniendo en cuenta que, en el panorama intelectual presente, la proliferación de menciones a la ideología corre paralela con su desconexión del conjunto de la problemática social. La teoría de la ideología es fructífera en la medida en que liga el terreno de las ideas con los procesos mismos de constitución de la vida social. Para entender esto hay que tener presente que toda forma de praxis social va de la mano con una ideología que le es propia (se da, por decirlo así, su propia ideología). La ideología no surge ni pertenece a un compartimento estanco, separado del resto de lo social por múltiples compuertas. Penetra todo lo social y es indisoluble de la forma en que vivimos nuestra experiencia vital. De allí que los variado intentos por escindirla de la totalidad social hayan conducido a verdaderos callejos sin salida teóricos[32].

Antes de concluir, es preciso decir algunas palabras respecto a la forma en que se ha considerado en este trabajo tanto al concepto mismo como a la teoría de la ideología. A lo largo del texto se ha omitido deliberadamente la formulación de una definición precisa del término. Dos razones nos han movido a ello. En primer lugar, el propósito de este trabajo es mostrar los alcances del concepto y su riqueza para el ámbito de las ciencias sociales. Es por ello que dar una definición hubiera supuesto recortar de antemano dicha riqueza teórica. En segundo lugar, las definiciones rigurosas, si bien son útiles cuando se está investigando un problema concreto, tienen el defecto de cristalizar las múltiples determinaciones que presenta cualquier fenómeno social, concentrando la atención en algunos pocos aspectos del mismo. Está claro que el autor no rechaza dicho enfoque metodológico, que se encuentra en la posibilidad misma de construir ciencia social. Pero, y dada la ya mencionada importancia de la teoría de la ideología, se ha querido multiplicar las posibilidades de abordaje del mismo restringiendo la formulación de una definición canónica del mismo. La exposición de algunas de las formas en que se pensó la teoría de la ideología en los siglos XIX y XX va en esa dirección. El lector atento ya habrá notado en qué lado están las preferencias teóricas del autor, así que no me  veo obligado a decir más al respecto.

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[1] Para una enumeración somera y no exhaustiva de la “multiplicidad desconcertante de las teorías eruditas” de la ideología, consultar Capdevila (2006: 5-6).
[2] “…la familiaridad con el universo social constituye el obstáculo epistemológico por excelencia para el sociólogo, porque produce continuamente concepciones o sistematizaciones ficticias, al mismo tiempo que sus condiciones de credibilidad. El sociólogo no ha saldado cuentas con la sociología espontánea y debe imponerse una polémica ininterrumpida con las enceguecedoras evidencias que presentan, a bajo precio, las ilusiones del saber inmediato y su riqueza insuperable.” (Bourdieu, Chamboredon y Passeron (2001: 27).
[3] “Cuando se investigan las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, se llega muy pronto a la convicción de que hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de obstáculos. No se trata de considerar los obstáculos externos, como la complejidad o la fugacidad de los fenómenos, ni de incriminar a la debilidad de los sentidos o del espíritu humano: es en el acto mismo de conocer, íntimamente, donde aparecen, por una especie de necesidad funcional, los entorpecimientos y las confusiones. Es ahí donde mostraremos causas de estancamiento y hasta de retroceso, es ahí donde discerniremos causas de inercia que llamaremos obstáculos epistemológicos. El conocimiento de lo real es una luz que siempre proyecta alguna sombra. Jamás es inmediata y plena. (…) se conoce en contra de un conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello que, en el espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización.” (Bachelard, 1995: 15).
[4] Debido a que la teoría de la ideología remite obligadamente a los condicionantes sociales de las ideas, resulta complejo poder hacerla concordar, cualquiera sea la versión que se adopte de ella, con un modelo individualista metodológico de la sociedad.
[5] “…pese a que la palabra ideología se emplea actualmente en un sentido difuminado y universal, sigue conteniendo un elemento que se mantiene opuesto a las pretensiones del intelecto o espíritu de que, de acuerdo con su modo de ser o su contenido, se le considere incondicionado. Así, pues, el concepto de ideología contradice, incluso en su forma achatada, la perspectiva idealista: como ideología, el espíritu no es absoluto.” (Horkheimer, 2002:45).
[6] Para los temas tratados en esta sección el texto fundamental es Eagleton (1997), en especial los capítulos 3-6.
[7] Para Destutt ver Eagleton (1997: 96-100). Entre los principales “ideólogos” se encuentran Georges Cabanis (1757-1808), Dominique Joseph Garat (1749-1833), Henri Grégoire (1750-1831) y Volney (1757-1820).
[8] Destutt fue miembro destacado del Institut Nationale, la élite de científicos y filósofos que tuvo a su cargo los planes teóricos para la reconstrucción social de Francia luego de la Revolución. Destutt trabajó en la división de Ciencias Morales y Política del citado Instituto, en la Sección de Análisis de Sensaciones e Ideas. Puso gran empeño en la creación de un programa de educación nacional basado en la “ciencia de las ideas” para las écoles centrales del servicio civil. (Eagleton, 1997: 97). Eagleton, resumiendo la actuación de Destutt, dice lo siguiente: “Así pues, la aparición del concepto de ideología no es un mero capítulo de la historia de las ideas. Por el contrario, tiene una íntima relación con la lucha revolucionaria, y figura desde el principio como un arma teórica de la lucha de clases. Entra en escena inseparablemente unida a las prácticas materiales de los aparatos ideológicos de Estado, y es en sí  misma, en cuanto noción, un escenario de intereses ideológicos contrapuestos.” (Eagleton, 1997: 100).
[9] Raymond William sitúa el origen del término “ideología” en 1796, cuando Destutt lo empleó para designar a la “la ciencia de las ideas, a fin de distinguirla de la antigua metafísica” (Williams, 2000: 170). Arturo Capdevila ubica en 1798 el origen de la palabra: “Destutt de Tracy y sus amigos han vacilado acerca del nombre de esta nueva ciencia.  A primera vista, la ideología habría podido recibir otro nombre. El proyecto ideológico de estudiar el origen de las ideas a partir de la sensación prolonga una tradición filosófica que los ideologistas hacen remontar a Locke e incluso a Bacon. En este sentido, la Ideología no es una nueva ciencia que justifica la invención de un nuevo nombre. Hecha esta aclaración, la referencia a esta tradición no resuelve el problema, pues los ideologistas, después de D’Alembert, tienen la sensación de que se ha producido una ruptura en la historia de la filosofía. Su elogio de Locke en el Discours préliminaire de l’Encyclopédie muestra toda su ambigüedad. «Puede afirmarse que creó la metafísica más o menos como Newton había creado la física […]. Redujo la metafísica a lo que debe ser, en efecto, la física experimental del alma.». Pero si la verdadera metafísica que reemplaza a la falsa está pensada como una física, ¿sigue siendo una metafísica? La misma dificultad va a encontrarse en los ideologistas. Ya que el análisis de las ideas a partir de las sensaciones es la base de todo nuestro saber, se la podría designar mediante el término «metafísica». Pero como el uso habitual de esta palabra designa de hecho «una falsa ciencia», se puede llegar a «confundir la luz con la neblina que ha disipado». Como la luz es «el análisis del entendimiento», «psicología» parece ser el término más apropiado. Desafortunadamente, también él está demasiado marcado por la metafísica: «Por su etimología, se remonta  la idea del alma más que a la idea de las operaciones de la mente humana». La invención de la palabra «ideología» por Destutt de Tracy en 1798 es la solución del problema. El objeto de la ideología está rigurosamente expresado por la etimología de la palabra: la ciencia de las ideas, tomadas en el sentido general de percepción.” (Capdevila, 2006: 26-27).
[10] Bajo esta denominación se agrupa al grupo de discípulos y seguidores de la filosofía de Hegel (1770-1831), que sostenían posiciones liberales y que se oponían al absolutismo político imperante en Alemania.
[11] Manuscrito redactado por Marx y Engels en 1845-1846. Tenía por objeto la crítica de los Jóvenes Hegelianos. Fue publicado recién en 1932.
[12] “Hay que hacer tres puntualizaciones preliminares en torno a este pasaje familiar. Primero, al hablar de los medios de producción intelectual, Marx y Engels centran su análisis en lo que llamaremos el aparato de transmisión de la ideología. La clase dominante influye en la vida intelectual de una sociedad porque controla este aparato. Segundo, Marx y Engels hablan de una clase dominante que produce las ideas dominantes. La imagen es, en gran parte, la de una clase que hace algo a otra; los miembros de la clase dominante también dominan como pensadores. Podríamos llamar a esta tesis, descripción teórica de clase de la forma en que funciona la ideología dominante. Tercero, es posible formular dos interpretaciones de este pasaje, una más radical que la otra. En la versión más moderada, se podría interpretar que Marx y Engels dicen que la vida intelectual de una sociedad está dominada por la clase dominante, de modo que un observador necesariamente sólo percibirá las ideas dominantes y no podrá captar la cultura de las clases dominadas, por la simple razón de que esa cultura no tiene instituciones que le den expresión pública.  De forma más radical se puede sostener que el mando ejercido por la clase dominante sobre el aparato de producción intelectual significa que no puede haber una cultura subordinada, puesto que todas las clases están integradas dentro del mismo universo intelectual que es el de la clase dominante. De este modo, según la primera interpretación existe una variedad de culturas presentes en la sociedad, pero sólo una es públicamente visible, mientras que de acuerdo con la otra versión sólo existe una cultura dominante compartida por todas las clases.” (Abercrombie, Hill y Turner, 1987: 9-10).
[13] “En la producción general de su existencia, los hombres establecen determinadas relaciones, necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción que corresponden a un determinado estadio evolutivo de sus fuerzas productivas materiales. La totalidad de esas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se alza un edificio jurídico y político, y a la cual corresponden determinadas formas de conciencia social. El modo de producción de la vida material determina el proceso social, político e intelectual de la vida en general. No es la conciencia de los hombres lo que determina su ser, sino, por el contrario, es su existencia social lo que determina su conciencia. En un estadio determinado de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción existentes (…). Esas relaciones se transforman de formas de desarrollo de las fuerzas productivas en ataduras de las mismas. Se inicia entonces una época de revolución social. (…) Al considerar esta clase de trastocamientos, siempre es menester distinguir entre e trastocamiento material de las condiciones económicas de producción, fielmente comprobables desde el punto de vista de las ciencias naturales, y las formas jurídicas, políticas, religiosas, artísticas o filosóficas, en suma ideológicas, dentro de las cuales los hombres cobran conciencia de este conflicto y lo dirimen.” (Marx, 2000: 4-5).
[14] Eagleton sugiere matizar la crítica al uso de la metáfora edilicia: “La doctrina de la base-superestructura ha sido ampliamente criticada por su carácter estático, jerárquico, dualista y mecanicista, incluso en sus formulaciones más sofisticadas, en las que la superestructura reacciona de manera dialéctica a la condición de la base material. Por ello podría ser oportuno, aunque no esté de moda, decir algo en su defensa. En primer lugar permítasenos dejar claro qué es lo que no afirma. No quiere decir que las cárceles y la democracia parlamentaria, las aulas escolares y las fantasías sexuales sean menos reales que las acerías o la libra esterlina. Las iglesias y los cines son tan materiales como las minas de carbón; lo único que pasa, según esto, es que no pueden ser el último catalizador del cambio social revolucionario. La clave de la doctrina de la base-superestructura radica en la cuestión de las determinaciones – de qué «nivel» de la vida social condiciona de manera más poderosa y decisiva a los demás, y por ello de qué ámbito de actividad sería más relevante para conseguir una transformación social total. Elegir la producción material como este determinante crucial es en cierto sentido únicamente constatar lo obvio. Pues se trata sin duda de aquel ámbito en el que la gran mayoría de los hombres y mujeres han dedicado su tiempo a lo largo de la historia. (…) la producción material es «primaria» en el sentido de que forma la narrativa principal de la historia hasta la fecha; pero también es primaria en el sentido de que sin esta narrativa particular, ningún otro relato levantaría el vuelo. Esta producción es la condición previa de todo nuestro pensamiento. (…) «Superestructura» es un término relaciona. Designa la manera en que ciertas instituciones sociales actúan de «sustento» de las relaciones sociales dominantes. Nos invita a contextualizar estas instituciones de cierto modo – a considerarlas en sus relaciones funcionales con un poder social dominante -. Lo erróneo, al menos en mi opinión, es pasar de este sentido «adjetivo» del término a un sentido sustantivo – a un «ámbito» fijo y dado de instituciones que forman la «superestructura» y que incluye, por ejemplo, el cine.” (Eagleton, 1997: 115-116).
[15] De hecho, esta fue la actitud adoptada por los dirigentes socialista de la Segunda Internacional (1889-1914).
[16] Ya en la introducción a los Grundrisse (manuscrito redactado en 1857 y 1858, que constituye la primera versión de El Capital), Marx dejó de lado la metáfora edilicia y apeló a otra imagen para describir las relaciones entre los distintos momentos de la totalidad social: “En todas las formas de sociedad existe una determinada producción que asigna a todas las otras su correspondiente rango [e] influencia, y cuyas relaciones por lo tanto asignan a todas las otras el rango y la influencia. Es una iluminación general en la que se bañan todos los colores y [que] modifica las particularidades de éstos. Es como un éter particular que determina el peso específico de todas las formas de existencia que allí toman relieve.” (Marx, 1997: 27-28).
[17] Ver Marx (1996: 87-102).
[18] Marx retoma aquí, sin nombrarla, la teoría de la alienación, que había expuesto en los Manuscritos de 1844, sobre todo en la sección titulada “El trabajo alienado” (Marx, 2004: 104-121). Eagleton afirma: “Aquí se amplía el anterior tema de la alienación: los hombres y las mujeres crean productos que a continuación escapan a su control y determinan las condiciones de su vida. (…) Está pues claro que el motivo de la inversión pasa de los primeros comentarios de Marx sobre la ideología a su obra «madura». Sin embargo, varias cosas se han modificado decisivamente en el camino. Para empezar, esta inversión curiosa entre los seres humanos y sus condiciones de existencia es ahora inherente a la propia producción social. (…) La ideología es ahora menos una cuestión de que se invierta la realidad en la mente que del reflejo mental de una inversión real. De hecho ya no es principalmente una cuestión de conciencia en modo alguno, sino que está anclada en la dinámica económica cotidiana del sistema capitalista. Y si esto es así, la ideología se ha transferido, por así decirlo, de la superestructura a la base, o al menos revela una relación especialmente estrecha entre ambas.” (Eagleton, 1997: 119).

[19] Lukács, quien llevó a cabo un desarrollo importante de la teoría de la cosificación de las relaciones sociales, sostiene que “no es en modo alguno casual que las dos grandes obras maduras de Marx dedicadas a exponer la totalidad de la sociedad y su carácter básico empiecen con el análisis de la mercancía. Pues no hay ningún problema de este estadio evolutivo de la humanidad que remita en última instancia a dicha cuestión, y cuya solución no haya de buscarse en el enigma de la estructura de la mercancía. (…)[la mercancía] es el problema estructural central de la sociedad capitalista en todas sus manifestaciones vitales. Pues sólo en este caso puede descubrirse en la estructura de la relación mercantil el prototipo de todas las formas de objetividad y de todas las correspondientes formas de subjetividad que se dan en la sociedad burguesa.” (Lukács, 1985, II: 9).
[20] “Si ya incluso el objeto aislado que inmediatamente aparece al hombre como productor o como consumidor queda desfigurado en su objetividad por su carácter de mercancía, el proceso, como es natural, se intensificará aún más cuando más mediadas sean las relaciones que el hombre establece en su actividad con las cosas como objetos del proceso vital. (…) el desarrollo del capitalismo moderno no sólo transforma a tenor de sus necesidades las relaciones de producción, sino que, además, incluye en su sistema las formas de capitalismo primitivo que tenían en las sociedades pre-capitalistas una existencia aislada, separada de la producción, y hace de ellas miembros del proceso de penetración capitalista unitaria de toda la sociedad. (…) Estas formas del capital están, sin duda, objetivamente subordinadas al proceso vital propiamente dicho del capital, a la apropiación de plusvalía en la producción misma, y, por lo tanto, sólo pueden entenderse adecuadamente partiendo de la consciencia de los hombres de la sociedad burguesa como las formas puras, propias, sin falsear del capital. Precisamente porque en ellas se desdibujan hasta hacerse plenamente imperceptibles e irreconocibles las relaciones entre los hombres y de ellos con los objetos reales de la satisfacción de las necesidades, relaciones ocultas en la relación mercantil inmediata, precisamente por eso se convierten necesariamente esas formas, para la consciencia cosificada, en verdaderas representantes de la vida social. El carácter mercantil de la mercancía, la forma abstracta y cuantitativa de la calculabilidad, aparece en ellas del modo más puro; y por eso se convierte necesariamente para la consciencia cosificada, en la forma de manifestación de su inmediatez propia, por encima de la cual, precisamente porque es una consciencia cosificada, no intenta siquiera remontarse, sino que tiende más bien a eternizarla mediante una «profundización científica» de las leyes perceptibles en este campo. Del mismo modo que el sistema capitalista  se produce y se reproduce constantemente en lo económico a niveles cada vez más altos, así también penetra en el curso del desarrollo del capitalismo la estructura cosificadora, cada vez más profundamente, fatal y constitutivamente, en la consciencia de los hombres.” (Lukács., 1985, II: 19-20).
[21] Esta tendencia de los economistas capitalistas a dejar de lado la historia y a naturalizar las relaciones económicas ya había señalada por Marx en un texto anterior en veinte años a El capital. Así, en Miseria de la filosofía (1847) dice lo siguiente: “Los economistas razonan de singular manera. Para ellos, no hay más que dos clases de instituciones: las unas, artificiales, y las otras, naturales. Las instituciones del feudalismo son artificiales, y las de la burguesía, son naturales. En esto, los economistas se parecen a los teólogos, que a su vez establecen dos clases de religiones. Toda religión extraña es pura invención humana, mientras que su propia religión es una emanación de Dios. Al decir que las actuales relaciones – las de la producción burguesa – son naturales, los economistas dan a entender que se trata precisamente de unas relaciones bajo las cuales se la crea riqueza y se desarrollan las fuerzas productivas de acuerdo con las leyes de la naturaleza. Por consiguiente, estas relaciones son en sí leyes naturales, independientes de la influencia del tiempo. Son leyes eternas que deben regir siempre la sociedad. De modo que hasta ahora ha habido historia, pero ahora ya no la hay.” (Marx, 1981: 98).
[22] Sin embargo, hay una diferencia importante entre Lukács y Althusser. Mientras que el primero reconoce que existe un sujeto histórico capaz de transformar la sociedad capitalista, que es el proletariado, el segundo tiende a plantear que no existe un sujeto en la historia, privilegiando el rol de las estructuras. De ahí que Althusser termina por concebir una ciencia sin sujeto, más allá de sus declamaciones formales acerca del papel de la clase obrera.
[23] “El modo de ser del nuevo intelectual ya no puede consistir en la elocuencia, sino en su participación activa en la vida práctica, como constructor, organizador, «persuasivo permanentemente» no como simple orador, y sin embargo superior al espíritu matemático abstracto; a partir de la técnica-trabajo llega a la técnica-ciencia y a la concepción humanista histórica, sin la cual se es «especialista» y no se llega a ser «dirigente» (especialista + político).” (Gramsci, 2006: 14).
[24] No es este el lugar para discutir la caracterización de Durkheim como positivista (ni tampoco para demostrar la falsedad de la idea de que el positivismo constituye un cuerpo homogéneo). No obstante esto, corresponde decir que Durkheim desarrolló una teoría sociológica en la que los elementos más positivistas, ligados a la influencia de las ciencias naturales, se encuentran amalgamados con desarrollos netamente “sociológicos”, en el sentido de privilegiar la especificidad de lo social. Así, pues, Durkheim afirmaba que “los fenómenos sociales son exteriores a los individuos (…) Los hechos sociales no difieren de los hechos psíquicos sólo por la calidad; tienen otro substrato, no evolucionan en el mismo medio, no dependen de las mismas condiciones.” (Durkheim, 1976: 16-17). La teoría de las prenociones constituye otra muestra de su alejamiento de las posiciones más crudamente positivistas.
[25] “Las impresiones son la ocasión, el estímulo, para que la facultad de conocer se ponga en actividad; pero ésta no se limita a recibir las impresiones, sino que aporta un conjunto de formas a priori con las que el sujeto «moldea» el objeto. Por tanto, el conocimiento no se origina en su  totalidad de la experiencia, sino que ésta proporciona solamente la «materia»; las «formas», en cambio, provienen del sujeto. Y si esto es así  (…), nuestro análisis tendrá que aplicarse a distinguir dos componentes de la experiencia: el elemento a posteriori, la «materia» como mera multiplicidad de datos empíricos; y el elemento a priori, la «forma», o, mejor, las formas, como condiciones de la posibilidad de la experiencia.” (Carpio, 2003: 235).
[26] “…la división del trabajo [es] una fuente de cohesión social. No sólo vuelve a los individuos solidarios, como  hasta aquí hemos dicho, porque limita la actividad de cada uno, sino también porque la aumenta. Hace crecer la unidad del organismo por el solo hecho de aumentar la vida; al menos, en el estado normal, no produce estos efectos sin el otro.” (Durkheim, 2008: 428).
[27] La teoría general de la ideología que propone Althusser en la segunda parte de su artículo “Ideología y aparatos ideológicos del Estado”, va más allá y plantea que la ideología es ubicua y omnipotente. En este punto, Althusser se separa claramente de la concepción de la ideología como parte de la reproducción social y se desplaza hacia el terreno de la metafísica.
[28] “Pero, aparte de que es falso que toda reglamentación sea producto de la coacción, ocurre que la libertad misma es producto de una reglamentación. Lejos de ser una suerte de antagonista de la acción social, resulta de ella. Lejos de ser una propiedad inherente al estado de naturaleza, es, por el contrario, una conquista de la sociedad sobre la naturaleza.” (Durkheim, 2008: 421).
[29] Althusser anuncia allí que se va a “proponer un primer esquema” del “proyecto de una teoría de la ideología en general y no de una teoría de las ideologías particulares, ideologías que siempre expresan – sea cual fuere su forma (religiosa, moral, jurídica, política) – posiciones de clase.” (Althusser, 1988: 121).
[30] Un análisis pormenorizado del nuevo carácter asumido por la vieja idea del carácter absoluto del conocimiento exigiría analizar detenidamente el clima cultural de las décadas del ’80 y del ’90, conocido popularmente como posmodernidad. Aquí carecemos de espacio para realizar esta tarea, así que nos limitamos a transcribir lo escrito por Perry Anderson: “El triunfo universal del capital significa algo más que una simple derrota de todas las fuerzas  que antaño se le opusieron, aunque sea también eso. Su sentido más profundo reside en la cancelación de las alternativas políticas. La modernidad toca a su fin (…) cuando pierde todo antónimo. La posibilidad de otros órdenes sociales era un horizonte esencial de la modernidad. Una vez que se desvanece esa posibilidad, surge algo así como la posmodernidad. (…) ¿Cómo debe resumirse, pues, la coyuntura de lo posmoderno? Una comparación concisa con la modernidad podría ser la siguiente: la posmodernidad surgió de la constelación de un orden dominante desclasado, una tecnología mediatizada y una política monocroma.” (Anderson, 2000: 126).
[31] Max Horkheimer, analizando críticamente el papel de la razón en el siglo XX, escribió lo siguiente: “Al abandonar su autonomía, la razón se ha convertido en instrumento. En el aspecto formalista de la razón subjetiva, tal como lo destaca el positivismo, se ve acentuada su falta de relación con un contenido objetivo; en su aspecto instrumental, tal como lo destaca el pragmatismo, se ve acentuada su capitulación ante contenidos heterónomos. La razón aparece totalmente sujeta al proceso social. Su valor operativo, el papel que desempeña en el dominio sobre los hombres y la naturaleza, ha sido convertido en criterio exclusivo. (…) Es como si el pensar mismo se hubiese reducido al nivel de los procesos industriales sometiéndose a un plan exacto; dicho brevemente, como si se hubiese convertido en un componente fijo de la producción.” (Horkheimer, 2002a: 26).
[32] Podemos dar dos ejemplos de estos callejones, tomados de corrientes antagónicas del pensamiento social.  De un lado, las tesis idealistas acerca de que las ideas son el motor del desarrollo social. De otro lado, las posiciones tipo Althusser que pretender separar rígidamente ciencia e ideología.