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viernes, 26 de abril de 2013

BOURDIEU Y LA NOCIÓN DE CAMPO CIENTÍFICO





Pierre Bourdieu (1930-2002) es, además de uno de los sociólogos más importantes del siglo XX, un fino analista de la ideología científica. En este sentido, su artículo "El campo científico" (1976) constituye una contribución a la desmitificación de la ciencia.  Lejos de ser un campo ascéptico y neutral, la ciencia aparece como un campo marcado por las luchas políticas en torno a la posesión de la legitimidad científica.

Advertencia previa: 

Artículo publicado originalmente en ACTES DE LA RECHERCHE EN SCIENCES SOCIALES, Vol 2, N° 2-3, junio de 1976, pp. 88-104. En esta ficha utilizo la traducción de Alfonso Buch, revisado por Andrés Kreimer. Dicha traducción está incluida en: Bourdieu, Pierre. (2000). Los usos sociales de la ciencia. Buenos Aires: Nueva Visión. (pp. 9-57).

Bourdieu esboza los rasgos fundamentales de la sociología de la ciencia, concentrándose en la noción de campo científico

Bourdieu entiende a la ciencia como un campo de producción simbólica (como lo son el campo intelectual y artístico, el campo religioso, el campo de la alta costura). En este artículo se preocupa por determinar el carácter específico que adoptan en el campo científico las leyes de funcionamiento de los campos de producción simbólica. 

¿Qué tiene de específico el campo científico?

Ante todo, el hecho de que es el campo en el que surgen “esos productos sociales relativamente independientes de sus condiciones sociales de producción como lo son las verdades científicas” (p. 11).

La verdad científica, su independencia relativa de sus condiciones sociales de producción, es el resultado, a su vez, de ciertas condiciones sociales que determinan la lógica de funcionamiento del campo científico. 

Bourdieu plantea el problema de este modo: 

“¿Cuáles son las condiciones sociales para que se instaure un juego social en el cual la idea verdadera esté dotada de fuerza porque los que allí participan tienen interés en la verdad en lugar de tener, como en otros juegos, la verdad de sus intereses?”

El problema radica en que en el campo científico también funciona la ley del interés (nuestro autor nos recuerda que el «desinterés» “no es jamás (…) más que un sistema de intereses específicos – artísticos y religiosos tanto como científicos – que implican la indiferencia – relativa – respecto de los objetos ordinarios del interés – dinero, honor, etc. –“[pág. 38]).

Bourdieu define al campo científico

“como sistema de relaciones objetivas entre posiciones adquiridas (en las luchas anteriores), es el lugar (es decir, el espacio de juego) de una lucha competitiva que tiene por desafío específico el monopolio de la autoridad científica, inseparablemente definida como capacidad técnica y como poder social, o si se prefiere, el monopolio de la competencia científica que es socialmente reconocida a un agente determinado, entendida en el sentido de capacidad de hablar e intervenir legítimamente (es decir, de manera autorizada y con autoridad) en materia científica.” (p. 12).

Al caracterizar a la ciencia como campo, Bourdieu enfrenta a dos concepciones corrientes acerca de la actividad científica. Por un lado, están quienes consideran que la ciencia progresa a través de un progreso lineal, acumulativo y pacífico. Frente a ellos, 

“Decir que el campo es un lugar de luchas (…) es sólo romper con la imagen pacífica de la «comunidad científica» como la ha descrito la hagiografía científica – y a menudo después de ella la sociología de la ciencia -, es decir, con la idea de una suerte de «reino de los fines» que no conocería otras leyes que las de la competencia pura y perfecta de las ideas, infaliblemente diferenciadas por la fuerza intrínseca de la idea verdadera.” (p. 13).

Por otro lado, se encuentran quienes conciben a la ciencia como un espacio donde domina la imparcialidad y la neutralidad. Mediante la noción de campo, Bourdieu presenta una visión diferente:

“[Decir que el campo es un lugar de luchas] Es también recordar que el funcionamiento mismo del campo científico produce y supone una forma específica de intereses (las prácticas científicas no aparecen como «desinteresadas» más que por referencia a intereses diferentes producidos y exigidos por otros campos.” (p. 13).

Un error común en sociología de la ciencia radica en la disociación entre el poder simbólico y la capacidad técnica en la consideración de la autoridad científica. Caer en esta escisión implica

“caer en la trampa constitutiva de toda competencia, razón social que se legitima presentándose como pura razón técnica (como se ve por ejemplo en los usos tecnocráticos de la noción de competencia).” (p. 13).

Concebir a la ciencia como campo implica afirmar que la búsqueda de la autoridad científica tiene siempre dos caras:

“Un análisis que tratara de aislar una dimensión puramente «política» en los conflictos por la dominación en el campo sería tan radicalmente falso como su contraparte, más frecuente, el análisis que no considera sino las determinaciones «puras» y puramente intelectuales de los conflictos científicos. Por ejemplo, la lucha que opone hoy a los especialistas por la obtención de créditos y de instrumentos de investigación no se reduce jamás a una simple lucha por el poder propiamente «político»: quienes se ponen a la cabeza de las grandes burocracias científicas sólo pueden imponer su victoria como una victoria de la ciencia si se muestran capaces de imponer una definición de la ciencia que implique que la buena manera de hacer ciencia supone la utilización de los servicios de una gran burocracia científica (…) Recíprocamente, los conflictos epistemológicos son siempre, inseparablemente, conflictos políticos” (p. 14-15).

La ciencia es, por tanto, cualquier cosa menos un espacio de neutralidad y discusión pacífica. Bourdieu muestra que en el estudio del campo científico,

“es inútil distinguir determinaciones propiamente científicas y determinaciones propiamente sociales de prácticas esencialmente sobredeterminadas.” (p. 15).

La separación entre “lo científico” y “lo social” forma parte de la mala conciencia del mundo académico, que detesta sobremanera aparecer ante el mundo en su desnudez. Por ello, se reserva un área científica incontaminada, donde sólo se discuten ideas y teorías sin ninguna relación con las disputas de los mortales. Refiriéndose a la sociología oficial estadounidense, Bourdieu afirma que la distinción entre conflictos sociales y conflictos intelectuales es

“una de esas estrategias por las cuales la sociología oficial americana tiende asegurarse la respetabilidad académica y a imponer una delimitación de lo científico y de lo no científico que prohíba toda interrogación que ponga en cuestión los fundamentos de su respetabilidad, como una falta al buen sentido científico.” (p. 17).

La noción de campo restituye la unidad original entre lo científico y lo social, pues

“es el campo científico que, como lugar de una lucha política por la dominación científica, asigna a cada investigador, en función de la posición que ocupa, sus problemas, indisociablemente políticos y científicos, y sus métodos, estrategias científicas que, puesto que se definen expresa u objetivamente por referencia al sistema de posiciones políticas y científicas constitutivas del campo científico, son, al mismo tiempo, estrategias políticas. No hay «elección» científica (…) que no sea, por uno de sus aspectos, el menos confesado y el menos confesable, una estrategia política de ubicación al menos objetivamente orientada hacia la maximización del beneficio propiamente científico, es decir al reconocimiento susceptible de ser obtenido de los pares-competidores.” (p. 18).

En el campo científico, la lucha se da en torno a la autoridad científica

“especie particular de capital social que asegura un poder sobre los mecanismos constitutivos del campo y que puede ser reconvertido en otras especies de capital” (p. 18). 

Ahora bien, cuanto mayor es la autonomía del campo científico (mayor complejidad de las teorías, por ejemplo) la lucha por la autoridad científica asume rasgos específicos. Dada la autonomía del campo y el hecho de que la autoridad supone un acto de reconocimiento, un científico particular sólo puede esperar el reconocimiento del valor de sus descubrimientos de los otros productores. Esto conlleva que el campo científico sea un lugar en que los productos (los descubrimientos) son aceptados a partir de una discusión y examen. La tan mentada imparcialidad de la ciencia no es otra cosa que la expresión específica que asumen las luchas en el campo científico:

“Sólo los sabios comprometidos en el juego tienen los medios para apropiarse simbólicamente de la obra científica y para evaluar sus méritos. (…) quien apela a una autoridad exterior al campo sólo se atrae el descrédito.” (p. 19).

Bourdieu remarca que en la lucha entre competidores en el campo científico se verifica siempre una disputa en torno a la definición de ciencia, es decir, 

“la delimitación del campo de los problemas, las metodologías y las teorías que pueden considerarse científicas” (p. 19).

La lucha por la definición de ciencia tiene por objetivo legitimar los intereses específicos de los competidores. Es por eso que, como se indicó más arriba, todo conflicto epistemológico es un conflicto político. Aquí Bourdieu distingue entre,

“dos principios de jerarquización de las prácticas científicas; uno que da prioridad a la observación y la experimentación, y por lo tanto las disposiciones y las capacidades correspondientes, y otro que privilegia la teoría y los «intereses» científicos correlativos, debate que jamás ha cesado de ocupar el centro de la reflexión epistemológica.” (p. 20).

Bourdieu afirma que la lucha en el campo científico genera una distinción entre dominantes y dominados. Los primeros son aquellos que ocupan las posiciones más altas en la estructura de distribución del capital científico; los segundos, son los recién llegados (por ejemplo, los jóvenes graduados). La imagen que nos presenta de la ciencia difiere, una vez más, del sentido común:

“Así, la definición de la cuestión de la lucha científica forma parte de las posiciones en la lucha científica, y los dominantes son aquellos que consiguen imponer la definición de la ciencia según la cual su realización más acabada consiste en tener, ser y hacer lo que ellos tienen, son o hacen. Es decir que la communis doctorum opinio, como decía la escolástica, no es más que una ficción oficial que no tiene nada de ficticio porque la eficacia simbólica que le confiere su legitimidad le permite cumplir una ficción semejante a la que la ideología liberal reserva para la noción de opinión pública.” (p. 21).

La existencia de dominantes tiene su contracara en la existencia de los dominados. Esto lleva a Bourdieu a plantear la cuestión de la legitimidad:

“Y justamente porque la definición de lo que está en juego forma parte de la lucha (…) nos encontramos todo el tiempo con las antinomias de la legitimidad. (…) Ni en el campo científico ni en el campo de las relaciones de clase existe instancia alguna que legitime las instancias de legitimidad; las reivindicaciones de legitimidad obtienen  su legitimidad de la fuerza relativa de los grupos cuyos intereses expresan: en la medida en que la definición misma de criterios de juicio y de principios de jerarquización refleja la posición en una lucha, nadie es buen juez porque no hay juez que no sea juez y parte.” (p. 22).

Lejos de ser el resultado de prácticas exclusivamente “científicas” (en las que se gana a partir de quien presenta mejores razones):

“La autoridad científica es, entonces, una especie particular de capital que puede ser acumulado, transmitido e incluso reconvertido en otras especies bajo ciertas condiciones.” (p. 23).

La lucha entre dominantes y dominados en el campo científico se dirime en el marco de una distribución determinada del capital científico. Es dicha distribución la que condiciona las estrategias de lucha de los antagonistas. No se trata de una distribución inamovible, sino que ella misma es el resultado de las estrategias de conservación y de subversión puestas en juego por dominantes y dominados, respectivamente. Bourdieu describe así la situación:

            “La forma que reviste la lucha, inseparablemente política y científica, por la legitimidad científica, depende de la estructura del campo, es decir, de la estructura de la distribución de capital específica de reconocimiento científico entre los participantes de la lucha. Esta estructura puede variar teóricamente (…) entre dos límites teóricos en los hechos jamás alcanzados: por un lado la situación de monopolio del capital específico de autoridad científica y, por el otro, la situación de competencia perfecta que supone la distribución equitativa de capital entre todos los competidores. El campo científico es siempre el lugar de una lucha más o menos desigual entre agentes desigualmente provistos de capital específico, por lo tanto en condiciones desiguales para apropiarse del producto del trabajo científico (…) que producen por su colaboración objetiva, puesto que el conjunto de los competidores pone en juego el conjunto de los medios de producción científicos disponibles.” (p. 31-32).

Los dominantes, que controlan el capital científico, llevan adelante estrategias de conservación, cuyo objetivo es perpetuar el orden científico establecido. 

El orden en el campo científico no se reduce a la ciencia oficial

“conjunto de recursos científicos heredados del pasado, que existen en estado objetivado, bajo la forma de instrumentos, de obras, de instituciones, etc., y en estado incorporado, bajo la forma de habitus científicos, sistemas de esquemas generadores de percepción, de apreciación y de acción que son el producto de una forma específica de acción pedagógica y que vuelven posible la elección de objetos, la solución de los problemas y la evaluación de las soluciones.” (p. 33).

El orden científico también abarca el sistema de enseñanza, que permite asegurar a la ciencia oficial su permanencia, pues se encarga de inculcar los habitus científicos a los recién llegados. 

Un orden científico consolidado y estable ofrece a los recién llegados estrategias de sucesión

“capaces de asegurarles, al final de una carrera previsible, los beneficios correspondientes a los que realizan el ideal oficial de la excelencia científica” (p. 34).

En cambio, la ciencia oficial se ve amenaza por las estrategias de subversión de algunos de los recién llegados, 

“colocaciones infinitamente más costosas y más arriesgadas que sólo pueden asegurar los beneficios prometidos a los detentores del monopolio de la legitimidad científica a menos que se pague el costo de una redefinición completa de los principios de legitimación de la dominación” (p. 34-35).

La ciencia oficial se apoya en desarrollar la invención (el descubrimiento) dentro de un arte de inventar ya inventado; las estrategias de subversión promueven la invención herética

“que poniendo en cuestión los principios mismos del antiguo orden científico, instaura una alternativa diferenciada, sin compromiso posible, entre dos sistemas mutuamente excluyentes. Los fundadores del orden científico herético rompen el contrato que aceptan al menos tácitamente los candidatos a la sucesión: no reconociendo otro principio de legitimación que el que ellos intentan imponer, no aceptan entrar en el ciclo de intercambio de reconocimiento que asegura una transmisión regulada de la autoridad científica entre los tenedores y los pretendientes (…) Rechazando todos los depósitos y garantías que les ofrece el antiguo orden y la participación (progresiva) en el capital colectivamente garantizado que opera según los procedimientos regulados por un contrato de delegación, ellos realizan la acumulación inicial por un golpe de timón y por la ruptura, desviando en su beneficio el crédito con el cual los beneficiarían los antiguos dominantes, sin concederles la contrapartida de reconocimiento que les acuerdan los que aceptan insertarse en la continuidad de una línea.” (p. 35-36).

Las estrategias de subversión representan, pues, una ruptura global con los principios de la ciencia oficial. Su triunfo supone el acceso de los recién llegados a las posiciones más elevadas de la jerarquía del campo, y la organización de una nueva ciencia oficial.

Bourdieu se muestra en desacuerdo con la concepción de Thomas S. Kuhn sobre las revoluciones científicas. Kuhn afirma que la ciencia pasa de un paradigma a otro a través del mecanismo de la revolución. Bourdieu, en cambio, considera que las revoluciones científicas sólo son necesarias cuando el campo científico se encuentra dominado por lógicas externas al mismo. En este sentido, la revolución es la ruptura que permite la autonomía del campo, es el reconocimiento de la autonomía del mismo frente a otros campos, como el religioso.

Bourdieu distingue así entre revoluciones originarias, que permiten la autonomía del campo científico, y las revoluciones permanentes, que constituyen el mecanismo por el cual los aspirantes acceden a mejores posiciones en el campo. Luego de la revolución originaria, la oposición entre estrategias de sucesión y estrategias de subversión tiende a perder sentido, 

“ya que la acumulación del capital necesario para el desarrollo de las revoluciones y del capital que ofrecen las revoluciones tiende siempre en mayor medida a cumplirse según los procedimientos regulados por una carrera.” (p. 41).

A partir de este momento, 

“el antagonismo que está en el principio de la estructura y del cambio de todo campo tiende a devenir cada vez más fecundo porque el acuerdo forzado donde se engendra la razón deja cada vez menos lugar a lo impensado de la doxa. (…) A medida que el método científico se inscribe en los mecanismos sociales que regulan el funcionamiento del cambio y se encuentra, de este modo, dotado de la objetividad superior de una ley social inmanente, aquél puede realmente objetivarse en instrumentos capaces de controlar, y a veces dominar, a quienes los utilizan y en la disposiciones constituidas de un modo duradero que produce la institución escolar. Y estas disposiciones encuentran un reforzamiento continuo en los mecanismos sociales que, encontrando un sostén en el materialismo racional de la ciencia objetivada e incorporada, producen control y censura pero también invención y ruptura.” (p. 42-43).

La visión del campo científico propuesta por Bourdieu se opone al esquema positivista de un progreso lineal y continuo del conocimiento científico. La lucha política y la ideología son componentes inseparables del campo científico.

Villa del Parque, viernes 26 de abril de 2013

domingo, 21 de abril de 2013

BACHERLARD Y LA NOCIÓN DE OBSTÁCULO EPISTEMOLÓGICO





Gaston Bachelard (1884-1962) fue, entre otras muchas cosas, un filósofo de la ciencia y profesor de física. Su obra La formación del espíritu científico (1938) puede leerse como una crítica del empirismo y del positivismo. En ella formuló el concepto de obstáculo epistemológico, mediante el cual somete a discusión la tesis de que la realidad es transparente a nuestro conocimiento. 
A continuación van unas notas, mero ejercicio de escolar, que intentan precisar la noción de obstáculo epistemológico. No dispongo de tiempo (la necesidad obliga a realizar una multitud de tareas y no permite ocuparse de lo importante) para hacer otra cosa.

ADVERTENCIA: Todas las citas corresponden a la traducción efectuada por José Babini: Bachelard, Gaston. (1999). La formación del espíritu científico. México D. F.: Siglo XXI.

Bachelard se propone estudiar “las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia” (p. 15). Para emprender esta tarea adopta un punto de vista basado en la convicción de que “hay que plantear el problema del conocimiento científico en términos de obstáculos” (p. 15). Nuestro autor no concibe estos obstáculos al modo tradicional (como lo hace el empirismo). No se trata de impedimentos externos al conocimiento, que pueden achacarse ya sea a la complejidad o a la fugacidad de los fenómenos examinados, ya sea a la debilidad de los sentidos y/o de la razón humana. Son, por el contrario, obstáculos internos (inseparables) al acto mismo de conocer. 

 
A diferencia del empirismo, Bachelard considera que la experiencia inmediata de los hechos (por ejemplo, registrar las diferencias de temperatura de un líquido x durante n período de tiempo) no tiene sentido en sí misma. La experiencia empírica desnuda jamás es transparente. Por el contrario, Bachelard enfatiza que “el pensamiento empírico es claro, inmediato, cuando ha sido bien montado el aparejo de las razones.” (p. 15).

Toda experiencia empírica se da en el marco de una razón que da cuenta de lo que debemos considerar significativo, de lo que debemos esperar o no esperar que suceda. Es por esto que “se conoce en contra de un conocimiento anterior, destruyendo conocimientos mal adquiridos o superando aquello que, en el espíritu mismo, obstaculiza a la espiritualización.” (p. 15). El conocimiento nunca parte de la nada. En todos los casos se conoce sobre la base de conocimientos anteriores, y el conocimiento científico se construye chocando contra esos conocimientos anteriores, que operan como obstáculos para una nueva forma de concebir el fenómeno o el caso en cuestión. Bachelard sintetiza su argumento en la siguiente frase: “Es entonces imposible hacer, de golpe, tabla rasa de los conocimientos usuales. Cuando se presenta ante la cultura científica, el espíritu jamás es joven. Hasta es muy viejo, pues tiene la edad de sus prejuicios.” (p. 15).

En resumen, toda la experiencia anterior, nuestras ideas, nuestros prejuicios, juegan el papel de obstáculos al conocimiento. Estos obstáculos son propios del mecanismo propio del conocer, no son externos a este.

Bachelard sostiene de manera categórica que existe una oposición absoluta entre ciencia y opinión. Mientras que la primera se encuentra impedida “a tener opiniones sobre temas que no comprendemos, sobre cuestiones que no sabemos formular claramente” (p. 16), la opinión, en cambio, lo hace constantemente porque “traduce necesidades en conocimientos” (p. 16). 

La opinión es el resultado de la necesidad de respuestas que tienen los seres humanos frente a los problemas que les presenta el mundo en que viven. Las personas no pueden esperar a tener respuestas, las requieren para sobrellevar su existencia cotidiana. Pero la opinión representa la negación del conocimiento: “al designar a los objetos por su utilidad, ella se prohíbe el conocerlos. Nada puede fundarse sobre la opinión: ante todo es necesario destruirla.” (p. 16). Es por eso que Bachelard afirma que la opinión es el primer obstáculo epistemológico.

La ciencia, en cambio, antes que formular opiniones, empieza por plantear claramente los problemas. Estos últimos no se plantean por sí mismos, sino que exigen el esfuerzo del investigador. “Es precisamente este sentido del problema el que sindica el verdadero espíritu científico. Para un espíritu científico todo conocimiento es una respuesta a una pregunta. Si no hubo pregunta, no puede haber conocimiento científico. Nada es espontáneo. Nada está dado. Todo se construye.” (p. 16).

De manera que la respuesta empirista al problema del conocimiento (se conoce por medio de los sentidos desnudos, sin la intervención de ninguna teoría previa), es radicalmente incorrecta y opera, ella misma, como un obstáculo al conocimiento.

Bachelard, en línea con su concepción de que los obstáculos epistemológicos residen en el acto mismo del conocer, sostiene que aún “las costumbres intelectuales que fueron útiles y sanas pueden, a la larga, trabar la investigación” (p. 16-17). En otros términos, los mismos procedimientos metodológicos que han probado su eficacia en la obtención de conocimiento científico pueden terminar por fosilizarse y volverse conservadores. 

Enfocando la cuestión mencionada en el párrafo anterior desde el nivel de análisis de las condiciones psicológicas del progreso de la ciencia, nuestro autor distingue entre los científicos un instinto formativo, que tiende a la formulación de problemas claros con el objeto de obtener nuevo conocimiento, y un instinto conservativo, que propende a mantenerse en los marcos de los procedimientos y los métodos que han demostrado ser exitosos en otro momento de la ciencia, rechazando las innovaciones y los nuevos puntos de vista. El espíritu conservativo tiene por característica preferir “lo que confirma su saber a lo que lo contradice, en (…) que prefiere las respuestas a las preguntas.” (p. 17).

Bachelard concluye que cuando el espíritu conservativo domina, se detiene el progreso de la ciencia. El espíritu conservativo es, pues, otro de los obstáculos epistemológicos al conocimiento científico.

Bachelard caracteriza al verdadero espíritu científico como un espíritu que tiene como eje de su actividad la formulación de problemas que vayan más allá del conocimiento científico. El espíritu científico es, ante todo, un espíritu que interroga, que formula preguntas. 

Al formular los rasgos principales del conocimiento científico, Bachelard presenta una visión diferente a lo que es aceptado convencionalmente. Así, lejos de buscar la unidad en los fenómenos, “el progreso científico marca sus más puras etapas abandonando los factores filosóficos de unificación fácil, tales como la unidad de acción del Creador, la unidad de plan de la Naturaleza, la unidad lógica.” (p. 18).

El conocimiento científico desconfía de las identidades que se dan en las apariencias, de las semejanzas que se observan en la superficie de las cosas. Es por ello que procura “precisar, rectificar, diversificar, he ahí los tipos del pensamiento dinámico que se alejan de la certidumbre y de la unidad, y que en los sistemas homogéneos encuentran más obstáculos que impulsos. En resumen, el hombre animado por el espíritu científico, sin duda, desea saber, pero es por lo pronto para interrogar mejor.” (p. 19).

Bachelard piensa que el conocimiento empírico y la observación, debido a que comprometen “al hombre sensible a través de todos los caracteres de su sensibilidad” (p. 17), contribuyen a mellar el filo de la abstracción científica (y Bachelard sostiene que el conocimiento científico consiste, precisamente, en un alejamiento continuo de lo concreto para acceder a lo abstracto). El conocimiento empírico, por su misma familiaridad, opera también como obstáculo epistemológico. Su misma evidencia, la fuerza de las sensaciones que ofrece (¡Las cosas son tal como las observamos!, se dice habitualmente), impide ir más allá de la apariencia, de lo empírico. Y la ciencia se construye superando el nivel de lo empírico y accediendo a lo abstracto, a las teorías que explican lo aparente.
Bachelard describe del siguiente modo el papel de lo empírico: “la idea científica demasiado familiar se carga con un contenido psicológico demasiado pesado, que ella amasa un número excesivo de analogías, imágenes, metáforas, y que poco a poco pierde su vector de abstracción, su afilada punta abstracta.” (p. 17). La observación no puede ser tomada, por tanto, en su desnudez de experiencia empírica, no puede ser aceptada así porque sí.

6) Para nuestro autor, el cuestionamiento y la puesta en duda del saber constituido son rasgos primordiales del espíritu científico. Para comprender su posición, hay que tener presente que Bachelard parte de la noción de obstáculo epistemológico. Como ya indicamos, el conocimiento científico no consiste en acumulación de observaciones, sino que consiste en una construcción cuyo primer paso es la formulación de preguntas que cuestionan, precisamente, el saber constituido. 

Bachelard afirma que la “revolución espiritual”, la “mutación espiritual”, es el estado al que tiende el espíritu científico. El estancamiento, el conformarse con lo dado, con el saber constituido, asfixian a dicho espíritu: “A través de las revoluciones espirituales que exige la invención científica, el hombre se convierte en una especie mutante o, para expresarlo mejor, en una especie que necesita mutar, que sufre si no cambia. Espiritualmente el hombre necesita necesidades.” (p. 18).

Nuestro autor comienza afirmando que, así como en filosofía de la ciencia la noción de obstáculo epistemológico no es reconocida, en educación el concepto de obstáculo pedagógico es igualmente desconocido. Los profesores, sobre todo los que dictan materias científicas, no pueden comprender que no se comprenda. El error de los alumnos es, para ellos, el resultado de una insuficiente presentación del tema a estudiar, y por eso repiten una y otra vez la lección, con el objeto de disipar el error de los estudiantes. En otras palabras, el error en la educación científica parece radicar en cuestiones externas al proceso educativo mismo (es decir, el acto de enseñar realizado por el señor profesor es correcto, lo incorrecto es la actitud del alumno o bien una insuficiente repetición del tema por el docente). 

Bachelard afirma que los profesores “no han reflexionado sobre el hecho de que el adolescente llega al curso de Física con conocimientos empíricos ya constituidos; no se trata, pues, de adquirir una cultura experimental, sino de cambiar una cultura experimental, de derribar los obstáculos amontonados por la vida cotidiana.” (p. 21). Así, por ejemplo, cuando en la clase de física se aborda la cuestión de la gravedad, los estudiantes piensan que los objetos caen porque son pesados, no por la atracción gravitatoria. Esta noción de peso forma parte de su saber cotidiano y constituye el bagaje intelectual con el que abordan la clase de Física. El docente no trabaja, pues, con un alumno que es una tabula rasa.

Bachelard expresa así su punto de vista: “De ahí que toda cultura científica deba comenzar (…) por una catarsis intelectual y afectiva. Queda luego la tarea más difícil: poner la cultura científica en estado de movilización permanente, reemplazar el saber cerrado y estático por un conocimiento abierto y dinámico, dialectizar todas las variables experimentales, dar finalmente a la razón motivos para evolucionar.” (p. 21).

Villa del Parque, domingo 21 de abril de 2013


martes, 2 de abril de 2013

MALVINAS




Por una vez voy a romper una regla no escrita y comenzaré hablando de mi mismo.

Dos recuerdos de infancia.

Mi mamá y una vecina charlan en la vereda de la cuadra de mi casa natal. La vecina, con parientes en la Policía Federal, le cuenta a mi madre que los militares se llevan personas a unos lugares donde las encapuchan y les pegan.

6° grado de la escuela primaria. La maestra nos hace esconder debajo de los pupitres cuando suena el timbre del recreo. Nos dice que es una práctica para el caso de un bombardeo inglés a Buenos Aires.

La guerra de Malvinas aparece asociada, para quien escribe estas líneas, a la infancia. Una infancia que no fue ni peor ni mejor que la de otros, pero que fue infancia. Los dos recuerdos que acabo de mencionar son la vivencia más directa de la dictadura, antes de que las charlas, las lecturas y vivencias múltiples enriquecieran esa visión. La guerra de Malvinas es, para mí, el recuerdo más nítido de la dictadura militar. En mi memoria, la guerra aparece asociada a los militares que secuestraban gente y al gesto inusitado (divertido en ese momento) de esconderse debajo de un pupitre.

Para decirlo sin reparos. El niño que era en 1982 deseaba la derrota de los militares. Lo mismo quería la mayor parte de mi familia. Para nosotros, la dictadura representaba la persecución, la tortura y la muerte. Era insensato pensar que los mismos militares que habían hecho una práctica cotidiana del secuestro y asesinato de sus compatriotas pudieran convertirse de la noche a la mañana en los defensores de la soberanía nacional. 

¿Qué soberanía nacional? 

Justo ellos, que habían pisoteado al supuesto soberano, le habían sustraído hasta los derechos más elementales, impidiendo reuniones y manifestaciones (¿alguien se acuerda de la represión del 30 de marzo de 1982?), creando junto a los empresarios campos de concentración en varias empresas, aplicando una política económica favorable al capital más concentrado. Justo ellos, que habían contraído la deuda externa más colosal de nuestra historia para beneficio de banqueros y empresarios. Justo ellos que habían “exportado” las prácticas de la desaparición de personas a América Central, para cumplir el papel de perrito faldero de los yanquis en sus guerras contra los pueblos centroamericanos.

Miles de jóvenes argentinos fueron obligados a ir a una guerra cuyo objetivo era la perpetuación en el poder de la dictadura militar. Para quienes hablan de soberanía y de antiimperialismo, es bueno recordar que quienes condujeron la guerra llevaron adelante el gobierno más represivo y entreguista de la historia argentina. ¿Cómo es posible vestir de gesta antiimperialista a una guerra encabezada por torturadores de la calaña de Galtieri? 

Malvinas fue otro de los enormes crímenes de la dictadura en contra del pueblo argentino. El coraje demostrado por muchos de los jóvenes que lucharon en Malvinas no cambia el sentido ni el carácter de la guerra. Malvinas fue un crimen, no una gesta. Un crimen perpetrado por quienes se dedicaron a secuestrar, torturar y asesinar compatriotas en beneficio de los empresarios nacionales y extranjeros. Un crimen cometido para mantenerse en el poder.

El antiimperialismo no pasa por la exaltación de la patria, sino por la lucha contra el capital. En otros tiempos, el movimiento obrero reivindicaba su carácter internacionalista, bajo los lemas “los obreros no tienen patria” y “proletarios de todos los países, uníos”. Es bueno recordar estos lemas cuando se piensa en los sucesos de 1982, y como han sido reivindicados por el nacionalismo que prefiere que la soberanía recaiga en el empresariado “nacional” y no en el pueblo. Malvinas no es una página del antiimperialismo, es un crimen ejecutado por quienes fueron fieles servidores de los empresarios, allanándoles el camino para obtener mayores ganancias sin tener que lidiar contra delegados díscolos y comisiones internas contestatarias.

La soberanía consiste también en que los trabajadores, aquellos sin los cuales no sería posible el país, tomen en sus manos su propio destino, se conviertan en soberanos. No se trata de romanticismo o de utopismo mal entendido. Los millones de trabajadores que salen todos los días a trabajar no son soberanos como para decidir qué producir, de qué manera hacerlo y en qué cantidad. Se limitan a acatar órdenes, como en una dictadura. Si el día de mañana, por obra del azar o de dios (“que es argentino”), las Malvinas fueran restituidas a la Argentina, ellas serían tan extranjeras como hoy, porque pasarían a engrosar las propiedades de empresarios de todo tipo y pelaje. 

Hoy, más allá de los actos y de los homenajes, muchas familias seguirán añorando a quienes no volverán jamás. Toda la criminalidad de la acción de los militares argentinos se resume en esas ausencias. Y, si me permite, en el recuerdo de un niño que se esconde debajo de un pupitre…

Villa del Parque, martes 2 de abril de 2013